Ayer aprendimos que cuando un legislador no participa en la sesión por equis motivo, pero tiene algo para dejar dicho en torno al proyecto en debate, después puede hacer una inserción en la versión taquigráfica. Lo aprendimos en un programa de AM en el que comentaban de qué se trataba el injerto que hizo el senador puntano Yuri Larin en el aprobado debate sobre el acuerdo con el Fondo: incluía un análisis de la crisis, un repaso de su breve historia, etcéteras, y una propuesta increíble: cambiar el calendario, eliminar la semana de siete días y hacerla de cinco, para eliminar los domingos y aumentar los días laborables por año. Increíble, ¿no? La realidad no supera a la ficción, la incluye.
Antes de que se vayan a googlear: es un chiste. Intuyo que más de uno lo pensó posible, pero no sucedió. Al menos no esta semana y en Argentina. Porque Yuri Larin existió, pero como economista y legislador en el Congreso de la Unión Soviética a principios de los años ’30. Incluso un poco antes: en mayo de 1929 presentó esa idea que, al convencer a Stalin de que era la mejor opción para hacer de Rusia una potencia industrial, terminó decretándose el 1 de octubre de ese mismo año. “La semana tradicional será reemplazada en todas las empresas y las administraciones por una ‘semana de los trabajadores’ continua, pronto apodada Nepreryka (‘ininterrumpida’, en ruso)”. El fin también era luchar contra el opio del pueblo, las religiones: “fuera de sincronía con respecto al ritmo de la semana tradicional de siete días, la nueva semana elimina todo respeto del sabbat y del reposo dominical cristiano”.
Más detalles: “La organización de esta Nepreryka es muy clara: a cada uno de sus cinco días queda asociado un color y a cada trabajador se le atribuye también uno de esos cinco colores, que le indica su día de reposo. Cada día, 20% de los empleados y obreros descansan mientras que el 80% restante trabaja”. Con eso lograban no parar la producción en ningún momento: 24×5 hasta el infinito y más allá. Y encima, de yapa, les subieron de 8 a 9 horas laborables. La dictadura del proletario mood.
¿Pero qué pasa si nos sacan el sábado, sobre todo el domingo? El órgano de prensa del Partido Comunista, el Pravda, también se lo preguntaba, pero con poesía, que también se incluye en la realidad: “¿Qué haremos en el hogar si nuestras mujeres están en la fábrica, nuestros niños en la escuela y nadie puede visitarnos? No es descanso, si uno debe descansar solo”.
Claro que la medida no funcionó como esperaban. Dos años después, con cada región aplicando el calendario según lo que habían entendido (dicen que convivían casi 50 versiones de Nepreryka), la cambian por una semana de seis días, con un feriado unificado. Y esa versión de semana oficial se mantuvo hasta el 26 de junio de 1940, cuando los siete días y el domingo como descanso generalizado volvieron a aplicarse con fuerza de ley. Rusia, se supo, igual se convirtió en una potencia industrial.
Esta es una de las veinte historias que cuenta Olivier Marchon en 30 de febrero y otras curiosidades sobre la medición del tiempo, editado por Godot (este). Noches que duraron días, la instauración de los husos horarios o de la medición del meridiano de Greenwich, el pasaje al calendario gregoriano. La medición del tiempo es otra de las ficciones de nuestra realidad y así como está, no es que vamos a pedir el día Osvaldo, pero de mínima defender los domingos.
“Es domingo. El domingo es, a veces, una tierra donde lo único que queda es el combate”, escribe Leila Guerriero en una de las tantas columnas breves que conforman Teoría de la gravedad (este), antes de contar que va a una exposición de gatos en un hotel del centro. Cuando se da cuenta de lo que está haciendo se pregunta: “¿por qué soy así? ¿qué busco?” Es un plan de domingo ir a una exposición de gatos. Ahí se permite un chiste: “Veo una mujer vieja con una vincha imitación orejas-de-gato besar en la boca a un gato que no tiene pelos. El horror tiene formas diversas”. Después se va, se sube al auto, prende el estéreo y suena Gloria. En su casa prende el televisor y poco antes de terminar, dice: “El domingo late afuera como un fantasma o como un miedo”.
El domingo es un poco todo eso: un combate y un latido opaco, fantasmal; una exposición de gatos y Laura Branigann a los gritos en el auto. Y eso es lo maravilloso del domingo: su abanico de posibilidades.
Hace no mucho, una vecina lectora llegó a Ocio pocos minutos después de que abriéramos.
—Te hago una consulta rápida —dijo desde la puerta—: ¿tenés Domingo, de Natalia Ginzburg?
Casi por acto reflejo, sin detenerme a pensarlo, mucho menos a buscarlo ni entre los estantes ni en el catálogo digitalizado, respondí que no. La vecina se fue lamentándose, lo buscaba especialmente.
Y diez segundos después, aunque seguro fue más tiempo, me di cuenta que había mentido por no chequear: lo teníamos, había llegado hacía no mucho y mi cerebro se encontró en la empiria con que no iba a recordar todos los títulos. Corrí a la vereda, miré a un lado, al otro, pero la mujer se había esfumado. Cuando entré, lo puse en la vidriera con la esperanza de que la mujer pasara otra vez y lo viera.
Spoiler: no sucedió.
Natalia Ginzburg tiene nombre de chica de Villa Crespo, pero nació en Italia en 1916 y murió en su capital en 1991 (nació poco antes, murió poco después de lo que duró la URSS, de paso). Fue una gran escritora y acá nos la han recomendado desde la propia Leila hasta, claro, Juan Forn, entre varios que conocemos (Esteban Rodríguez Alzueta, por ejemplo, la menciona en esta nota que compartimos en una de las primeras ediciones de La Ceremonia). La editorial española Acantilado reeditó buena parte de su obra. Uno de ellos es Domingo, que incluye relatos, crónicas y recuerdos que no necesariamente ocurren ese día de la semana, pero cargan con su pesadumbre, con su ociosidad (en su amplio sentido), con su tristeza y también su libertad; en suma, ese espíritu diverso que le atribuimos al domingo.
Por ejemplo, en Verano, un relato incluido entre las crónicas y los recuerdos, cuenta que durante un tiempo estuvo lejos de sus hijos, dejados con su madre en otra ciudad. No tenía ganas de verlos, a nadie. Divagaba por la ciudad, trabajaba a desgano, diciendo una y otra vez que las personas a las que les ha brotado el asco en el corazón no deben vivir: lo decía por ella. Y lo que ocurre un domingo, es que va a una farmacia a comprar somníferos. No sabe si quiere dormir indefinidamente o morir. Eso lo saben sus amigas, su madre, también se lo quiere decir a sus chicos: dice que ella ya no les sirve más a sus hijos. La historia sigue, pero freno ahí.
Otra es el relato que da nombre al libro, Domingo. Empieza contándose así, como si fuera una consigna literaria: “Suena el teléfono y una voz le dice que ha habido un accidente de coche, que una de las hijas de su mujer ha resultado malherida, la segunda, Donatella, y puede que sufra una leve conmoción cerebral. Podría haber sido mucho peor, se ha dado de cabeza contra una piedra”. La historia avanza vertiginosa. Mujeres solas, hombres que no se hacen cargo, uno que sí, una urgencia, tiempos, distancias, silencios, tensiones. Sobre el final parece convertirse en uno de los Relatos salvajes de Szifrón, pero antes de estallar. Ahí termina, al borde. Lo cotidiano, lo humano, trabajado así, con tensión, entre minucias. Y todo sucede un mismo domingo.
Otro que nos gusta particularmente cómo se mete con lo cotidiano, con los restos de cada día, es Raymond Carver. También en sus poemas, reunidos en Todos nosotros. Como este que sigue, se llama Domingo por la noche y dice así:
Utiliza las cosas que te rodean.
Esta ligera lluvia
tras la ventana, por ejemplo.
Este cigarrillo entre los dedos,
los pies en el sofá.
El débil sonido del rock and roll,
el Ferrari rojo en el interior de tu cabeza.
La mujer que anda a trompicones
borracha por la cocina…
Mete dentro todo eso,
utilízalo.
También podés utilizar esta canción de The Strokes que marida bien con Carver y que anoche no la tocaron. No es que por haber ido La Ceremonia no salió ayer, lo vimos en diferido con ceremonial preparando esta edición dominical. Los domingos enteros hacemos bandera del ocio: día del asado, de alguna misa, del partido o de no bañarse, al menos para Shakira. Con la bandera izada, hicimos una excepción. También somos flexibles. Igual, nunca hablaremos mal del domingo, preferimos pensarlo a la inversa: ¿qué hacemos si nos los sacan?
Dios nos libre.
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Esta nota salió en La Ceremonia del Ocio, el newsletter que cada sábado llega a las bandejas de entradas de todas las personas que se suscribieron acá.