Fue el 10 de agosto de 2023. A las 18 hs. en el Club Fulgor, ubicado en Loyola 828, enfrente a Ocio. El salón de la entrada al Club se fue ocupando lentamente, hasta que dimos inicio a esa conversación entre Diego Muzzio, autor de libros que recomendamos siempre (las nouvelles de Las esferas invisibles, la novela El ojo de Goliat, los cuentos de Doscientes canguros y Mockba), y Martín E. Graziano, sobre todo periodista, pero también escritor, autor de esa historia de Pescado Rabioso, Tigres en la lluvia, y de la novela Sanputa. Martín empezó contando algo que charlábamos antes de empezar: que había sido Agustín Arzac, el librero de Malisia, en La Plata, quien nos había recomendado, años atrás, Las esferas; y que al parecer, había sido Juan Bautista Duizeide, también en el Club, quien se lo había recomendado a Agustín. Empezó así, como si no empezara, como si en realidad continuara, como suelen ser las conversaciones. Desde acá podés ir acompañándo la lectura.
—Lo que siempre me llamó mucho la atención, es que Las esferas invisibles es de 2015. Un libro entonces completamente fuera de agenda, de los tópicos, de las corrientes, de la conversación, y sin embargo algo subterráneo unificó a una cantidad de lectores que sintieron que el libro los reclamaba. En ese sentido, es algo muy interesante esta posibilidad que da un libro que no te va a buscar sino que vos tenés que dar un paso hacia adelante. Como una obra que te reclama caminar hacia ella. Lo que te iba a preguntar que es algo muy simple pero me parece importante es en qué contexto escribiste ese libro, en qué contexto personal, siendo un libro tan fuera de agenda. Detrás de eso, esa pregunta es, bueno, qué clase de vida tenías.
—Las esferas fue una novela malograda, en realidad, que trataba más o menos sobre el mismo tema, la época de la fiebre amarilla, pero que cuando logré terminarla, con el formato de novela, uno siempre tiene dos o tres lectores con los cuales prueba el libro, gente de confianza, a ninguno le cerró. Se hacía muy laxa, medio densa, pero a mí el tema me seguía gustando, quería seguir probando con el tema, me pareció muy interesante la época, sobre todo el momento de la fiebre amarilla, entonces decidí escribir las tres nouvelles. Yo ya vivía en Francia en esa época pero cuando empecé a hacer una pequeña investigación sobre la época de la fiebre amarilla vivía todavía acá y fui varias veces a la Biblioteca Nacional para buscar material. Y dividí el libro, lo desarmé.
—Ah, o sea, ¿sobrevivió algo de eso?
—Sobrevivió muy poco, digamos. La figura del sacerdote del primer relato, El intercesor, y creo que poco más. Después se fue armando sobre la marcha. Pero en un principio fue una novela malograda y la escribí totalmente en Francia.
—¿Nada más recuperaste de esa novela?
—No, creo que no recuperé nada más.
—¿Se llamaba igual?
—No, no, para nada. Creo que no llegó a tener un título.
—Evidentemente tenés lectores muy honestos con vos, ¿no? Eso es fundamental.
—Sí, es gente de mucha confianza con la cual empecé a hacer taller literario cuando tenía 15 años, y que después seguimos siendo amigos, y obviamente nos pasábamos los materiales. Una de las características de este taller literario particular, que lo dictaba Daniel Arias, periodista científico de Clarín y escritor también, era el extremo cruel con los materiales que se presentaban. Daniel era muy directo y nos enseñó a hacer críticas de la misma manera. Entonces, quedó un núcleo duro del taller, después pasó mucha gente por ese taller pero un taller literario básicamente tiene que tener esa función, ¿no? Mejorar el material y bancarse las críticas. Si uno va un taller a escuchar elogios, bueno, ese no era el taller para asistir si lo que uno buscaba era que le dijeran que “qué maravilla” lo que había presentado ese día en el taller. Era un taller muy duro. Aprendíamos un montón, por supuesto. Y la gente que leyó el libro fueron amigos de ese taller.
—La forma del libro es muy particular, es como simétrica. Vos sabés que en mi recuerdo era asimétrica, pero ahora lo volví a leer y no tuve esa sensación. Tal vez porque El intercesor es un relato muy poderoso, como que tironea al resto para que vayan atrás. ¿Cómo pensaste la forma en este caso? Ahora mientras lo pienso, los veo flotando, las esferas serían cada uno de los de los relatos, ¿no? Pero cómo lo pensaste vos. Hay un par de cositas: son tres nouvelles ambientadas como decías vos en la Argentina apocalíptica de la fiebre amarilla, pero también quizá, supongo, una cosa que las hilvana es la lengua, el tono, por decirlo así. Para mí es medio como victoriano, tipo Arthur Machen pero acá.
—Siempre digo lo mismo y es que verdaderamente no puedo decir que tenía un plan. Lo mismo puedo decir de la última novela, El ojo de Goliat. No tengo un plan previo, tengo alguna circunstancia, algún personaje, algún ambiente que quiero recrear y mi trabajo se va armando a medida que escribo. Es un trabajo largo porque es a base de prueba y error. Yo escribo, cuando veo que no está funcionando como quiero, tengo que volver atrás, ver dónde tengo que retomar… Entonces, no puedo decir que haya tenido un plan. Sí, el único plan que tenía por supuesto era que en las tres nouvelles de alguna manera tenía que intervenir o tenía que estar el tema de la fiebre amarilla, el ambiente general. No tengo planes previos, incluso en la novela lo único que tenía antes de empezar, sabía que el ambiente que quería utilizar, que era el faro, la primera Guerra Mundial y un poco más.
—Es muy curioso que me digas eso, me sorprende porque por otro lado no es Aira, en el que te das cuenta que es como una especie de huida hacia delante, sino que parece haber mucho control sobre el material, ¿no? En todo caso, la diferencia es de qué manera lo ejercés.
—Lo que hay es muchísimo pero muchísimo trabajo de corrección. O sea, a eso me refería también con prueba y error. Cuando veo que las cosas no están funcionando, o no es lo que yo quiero para el relato, tengo que volver para atrás. Pero sí hay una instancia de corrección muy obsesiva, creo que paso muchísimo más tiempo corrigiendo un texto que escribiendo.
—Y corrección macro, digamos.
—Me siento a escribir todos los días, leo lo que ya está escrito, corrijo y avanzo un poco. Y después una corrección general, sí, o varias.
—Por otro lado, otra de las cosas que unifican este libro tan particular, es digamos una suerte de geografía, ¿no? En El intercesor puntualmente si bien no hay precisiones, no hay nombres de ciudades o de pueblos, hay unos nombres de fortines mencionados al pasar, uno podría calcular que sucede en algún punto, por la salina sobre todo, del suroeste de la provincia de Buenos Aires. Te iba preguntar si alguna vez estuviste ahí y cuál es tu vínculo con ese paisaje, o si simplemente es un vínculo del orden de lo literario.
—El Fortín Protector Argentina es Bahía Blanca. Bahía Blanca se fundó en ese fortín y yo viví ahí unos cinco años cuando era chico, así que sí, conozco el paisaje del sur de la provincia de Buenos Aires. Por lo menos, me imagino que estaba en algún lugar de mi cabeza al escribir el relato.
—Hay un momento en el cual el personaje principal llega y ve como una especie de fulgor, la salina como un lugar bastante ominoso, ¿no? ¿Pensás que eso quedó en algún lugar tuyo? Por cómo trasladaste, ¿de dónde viene el horror? Poe decía “no viene de Alemania, viene de mi alma”, ¿pero en tu caso?
—Yo no tengo recuerdo de haber estado, de haber visto, por ejemplo, un paisaje como ese de las salinas siendo chico viviendo en Bahía Blanca. Yo viví en Bahía Blanca y en Río Negro, en General Roca, y sí tengo ese recuerdo, esas imágenes del viento de la Patagonia, sobre todo en General Roca más que en Bahía Blanca, que es una ciudad más grande, Roca era en ese momento muy chiquito. Pasaba frente a la vía del tren y después no había nada.
—Es bravo Bahía también…
—Bahía también es bravo, sí, sobre todo en invierno. Pero bueno yo creo que sí, sin duda de alguna manera esos paisajes han quedado en algún lugar de mi cabeza. Yo no podría explicarte cómo eso surge de nuevo o sale a la superficie o sale a la escritura.
—¿Pero sabías que ibas a laburar con el género terror?
—Sí, sabía que quería escribir cuentos o nouvelles de terror, eso sí. Y también sabía que era muy complicado para mí, a mí me resultaba y me sigue resultando muy complicado dar al lector una sensación de terror sobre todo porque no creo en el terror de Lovecraft, por ejemplo, donde todo está descrito con detalles o los monstruos. El ambiente me encanta, el ambiente Lovecraft, y cómo escribe, pero me decepciona el momento del terror.
—Te deserotiza…
—Lo que sí sabía era que no quería hacer eso. Quería que fuera un terror más sutil.
—Bueno, ahí hay una clave que es el hecho de que el personaje (bueno, parece que estoy spoileando todo, ¿lo leyeron todos? Sí, lo leyeron todos)… porque ahí es clave la ceguera de los personajes, ahí hay un gran recurso, creo que es uno de los grandes momentos. Ahí sí claramente uno podría pensar que eso ya lo tenías desde el comienzo, ¿no? Porque está también esta forma de cajas, empieza en el año 1870 pero después la acción transcurre como en 1820. Estaba pensando en Mansilla, pienso en otros libros que lo trabajan, yo lo vinculo de algún modo con Ema, la cautiva, tal vez porque lo leí en una época parecida. Tiene un tono parecido y transcurre en una zona parecida, hay un momento que Ema, la cautiva parece suceder en Sierra de la Ventana, recuerdo una parte en la que un indio va abrazado a un pedazo de hielo. Y después, En esa época, de Bizzio, tiene que ver con el momento de la zanja de Alsina. Ahí están cavando y encuentran un OVNI, los que están laburando. ¿Vos tenías alguna referencia de ese tipo, laburaste con algo vinculado a la literatura argentina?
—Yo tenía de referencia a Mansilla. Me encanta y siempre me gustó. Y El ejército de ceniza, de Feinmann, a mí me parece una novela excelente y no sé si juega tanto con el terror pero sí está esa idea de internarse en el desierto, de la locura…
—¿Y transcurre en un momento similar?
—Sí, sí, es una columna que va persiguiendo a un matrero, yo creo que fantasmal. Se van como a la cabeza de un coronel demente, entonces se va desarmando ese ejército a medida que entra en el desierto. Es una excelente novela. Y bueno, Mansilla, por supuesto. Los primeros relatos de terror argentinos son los relatos que se contaban en los fogones militares. Mansilla, en Una expedición a indios ranqueles, en los primeros capítulos ya cuenta alrededor de un fogón historias de fantasmas. Después están también las crónicas del Comandante Prado, también una especie de cuentito de fantasmas, de caballo fantasmal, y está Manuela Gorriti que también tiene algunos cuentos de extraños y fantasmas. Uno de los que yo más admiro y sigo leyendo y releyendo es Mansilla.
—Y después, más allá de la literatura argentina, en el epígrafe de El intercesor, está Corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Ahora, lo releí hace poco a El intercesor, y a primera vista, el Negro Tumbo, esto es lo que me parece interesante, que su figura tiene una vuelta de tuerca porque propicia el horror pero lo contiene, lo tiene a raya, por decirlo así. Ese es un personaje memorable de la novela, el lugar que ocupa y la forma, sobre todo en esa escena en la que se le aparece adentro del rancho. ¿Con qué partes, al menos desde el plano consciente, porqué no más allá, construiste esa figura?
—Soy, por supuesto, un admirador de Conrad, sobre todo de Corazón de las tinieblas. Entonces, creo que inconscientemente uno siempre trata de imitar un poco o de duplicar de alguna forma las obras que admira, ¿no? Sí, creo que Kurtz, los dos, tienen mucho que ver con con Tumbo, pero en la nouvelle hay varios intercesores. Está el Negro Tumbo, está Rosas de alguna forma que es el intercesor que lo envía a él a ese lugar, está el proveedor, él es el verdadero intercesor de la historia. Pienso que hay una parte inconsciente y una parte consciente, uno trata de recrear de alguna forma esos ambientes de las obras que uno admira.
—En tu caso, aunque el tema es diferente, hay varios asuntos que conectan Las esferas con El ojo de Goliat, la última novela… La novela de Diego. Sigo pensando en Las esferas como una novela en un punto. Hay algo en común que por ahí no necesariamente está en los cuentos, a veces sí, creo que la conexión con los cuentos de esos dos libros es El cementerio central, que es el último cuento de Mockba. Creo que lo que los une es como una fuerza entrópica, justo sale por Entropía, tiene todo el sentido. Vos decís que no tenés control, pero tenés re controlado.
—Está todo repensado…
—Y la declinación hacia “the horror”, ¿no? Hay una serie que salió hace un tiempo que se llama The Horror que está basada en el naufragio de un barco, y también yo lo vincularía con esta historia. La declinación es como qué pasa si tiramos a la gente acá y le vamos quitando cosas, cómo declinan hacia el horror y también esto de alguien que estuvo y deja una huella, y que ya no está. Eso aparece en estos libros que estamos hablando.
—Es curioso que cites la serie The Horror, porque me alucina esa serie, todas las veces que la pude ver la vi, esa historia me parece fantástica y es una especie de Moby Dick. Y soy también un fan de Moby Dick, la leo una vez por año. Así que todo se relaciona con todo.
—Pero es esto entonces, ¿no? Hay un libro de Harrison que se llama El curso del corazón, ahí sucede algo en un momento que es que hay un pacto, nadie sabe lo que sucede en ese pacto pero sale todo mal evidentemente, y lo que tenemos después es la onda expansiva al negativo. Por eso digo lo de las fuerzas entrópicas. Pasan 30 años, empieza la novela y ves en qué momento nos mandamos una cagada y no sabemos cómo deshacerlo. Siento que un poco eso es lo que sucede acá. ¿Cómo lidias con eso a diario? Porque diríamos que habla filosóficamente de algo, ¿no? En ese sentido ¿dónde estás parado? ¿Estás vinculado con como sos?
—Sí, yo creo que sí. Yo soy muy pesimista.
—Bueno, recién hablamos de trap, justamente.
—Sí, creo que tiene que ver también con una obsesión mía desde chico que es una obsesión con la muerte, que aparece bien claro en Mockba, también en todos los libros de poesía. Voy a decir una obviedad pero me parece a mí que es uno de los misterios más importantes y a los cuales se enfrenta el ser humano a diario. El misterio de la muerte. Qué pasa después de la muerte, pasa algo, no pasa nada. Nunca lo sabremos.
—Y si lo sabemos después no lo vamos a poder contar.
—Incluso los que volvieron después de estar muertos un par de minutos, ahí tampoco hay certezas. Son las últimas explosiones del cerebro, las últimas imágenes que nos vienen antes de la nada total. Entonces no hay ningún tipo de certeza. Sigue siendo para mí uno de los temas principales del hombre en general.
—Dos cosas. En la última novela de Cormac McCarthy, que se llama El pasajero, hay una secuencia, que es interesante porque la escribió y se murió básicamente, yo no sé si había leído algo así alguna vez, que reconstruye lo más lejos que se puede llegar en cómo funcionaría el cerebro de una persona cuando se está muriendo o sea lo último, lo último, lo último, lo último, lo último y decís “ah, lo está resolviendo”. Es muy tremenda esa escena. Es una chica que tiene un grado de coeficiente intelectual superior y está considerando la posibilidad de tirarse al río. Entonces porqué decide finalmente no tirarse y es porque reconstruye paso a paso todo lo que pasaría a lo largo de cien páginas. Entonces dice “no, mejor no lo hago”. Y lo otro, hoy me levanté y releí el cuento, mi hijo vio los libros y le conté El intercesor. Mi hijo tiene 8 años, no sé si éticamente estuvo bien, pero él lo primero que me dijo es, sin saberlo, este detalle no se lo mencioné, “Tumbo volvió de la muerte”. Y Tumbo volvió de la muerte, ¿no? Es el no-muerto.
—Tumbo es un ángel. O sea que él sabe. Él lo vio, ya lo vivió, sabe lo que hay ahí y sabe porqué no tiene que salir. Es un ángel peculiar pero un ángel, yo siempre lo vi en esa perspectiva.
—Claro, en la escena final hay una parte que lo lleva a caballo, es una figura hasta religiosa. Después, otro tema que me gustaría conversar con vos, recién hablamos de lo geográfico y de la idea de literatura argentina, porque la mitad de El ojo de Goliat transcurre en Escocia pero incluso cuando la acción se traslada hacia el confín de su área, Argentina es un rumor que casi ni se nombra, es como algo como si fuera una especie de fantasía. Sin embargo, la novela es de pe a pa una novela argentina. Es una novela de literatura argentina, transcurra donde transcurra, eso es interesante porque te hace plantear qué es lo que vuelve a un texto parte de un sistema. Porque además lo escribiste en Francia, ¿no? ¿Por qué pensás que sucede eso, con qué zona de la literatura te interesa dialogar o ser parte, si es que te interesa?
—Creo que inevitablemente escribo como un argentino y con un bagaje de lecturas argentinas, de literatura argentina. Uno lee muchísimos autores, no necesariamente solo literatura argentina pero es algo que me planteé también en algún momento, ¿no? No duró mucho mi reflexión porque sabía que tenía que entrar la Argentina de alguna forma en el relato, aunque sea de forma tangencial o ahí en el fondo. Creo que no hubiese podido escribir el libro sin que la Argentina apareciera de alguna forma en el relato y sí recuerdo de pensarlo. Finalmente la solución fue que el ingeniero fuera contratado por el gobierno argentino a este islote. Pero creo que es inevitable. Soy argentino y sería muy extraño escribir fuera del sistema del lenguaje común.
—Pero justo nombramos hoy a Conrad y es un tipo que se inscribe en la literatura inglesa siendo polaco, o de Becket, casos así.
—Bueno, eso fue una actitud muy consciente de Conrad, de convertirse en un escritor inglés. Yo no escribo en francés. No hay otra opción que ser un escritor argentino.
—Es una fatalidad… hablando de El ojo de Goliat, a mí me hizo pensar mucho en una novela de Charlie Feiling, ahora está un poco más en el candelero por decirlo así, que también yo llegué por Juan Bautista, y hay una novela de él que se llama Un poeta nacional, donde toma una noticia histórica que es que Lugones, que no me acuerdo si es que lo mandan a relojear, a controlar los levantamientos anarquistas en el sur y a partir de esa noticia, absurda por otro lado, arma ese libro que llama Un poeta nacional (que se los recomiendo, creo que es el mejor de Charlie Feiling) para hacer una especie de peripecia medio chestertoniana, a mí me hizo acordar mucho a El hombre que fue jueves. Lo que te iba a preguntar es, algo me dijiste recién, pero en qué medida trabajás por ejemplo en El ojo de Goliat, o de qué manera trabajás con la historia y con el verosímil histórico. Recién me hablaste de Las esferas, primero fue la historia y después fue la máquina narrativa alrededor de eso, no sé si es el caso con El ojo de Goliat.
—Sí, porque yo venía leyendo mucho sobre la Primera Guerra Mundial y al mismo tiempo el ambiente de los faros me fascina desde siempre. Y entonces me puse a pensar cómo podía unir las dos cosas. Justo ahora que nombraste a Lugones, y volviendo un poco a los escritores que tal vez conforman una especie de canon del horror no hay que olvidarse de Las fuerzas extrañas que tiene unos cuentos increíbles. Pero bueno, la idea era que yo quería trabajar con esas dos cosas, con la Primera Guerra Mundial, que desde que vivo en Francia veo que está todavía muy presente el tema de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial, porque cualquier pueblito que uno va tiene su monumento al combatiente de la Primera Guerra y placas, o monumentos a los caídos, eso está ahí en el aire todo el tiempo. Sobre todo me interesaba y me interesa saber o me interesaba averiguar o acercarme a eso, fue una guerra tan violenta que yo siempre me pregunté por qué se quedaban ahí, por qué no se iban todos. Había fusilamientos, por supuesto, la pequeña rebelión que hubo en un momento porque los mandaban al muere en oleadas, hubo fusilamientos, pero por qué seguían ahí en el barro, en el frío, entre las ratas, de los dos lados. Y eso siempre me pareció algo muy extraño de la condición humana, del ser humano.
—Ahora salió la novela perdida de Celine que se llama Guerra justamente y que retrata eso precisamente, y es atroz.
—Completamente atroz, las cosas que pasaron son atroces. Y bueno me interesaba justamente explorar un poquito ver a través del personaje ese tema.
—Es un periodo, este en el que transcurre El ojo de Goliat, que tiene como algo solapado, un momento muy fuerte del positivismo, pero por otro lado justamente ese avance habilita llamale el esoterismo. No nos olvidemos escritores como Arthur Conan Doyle, pienso que en su literatura era el máster del racionalismo y por otro lado estaba con una tabla ouija invocando espíritus. Eso es una zona para trabajar, ¿no?
—Sí, sí, claro. En El ojo de Goliat justamente hay una pequeña historia sobre eso que es totalmente inventada pero imagino que debe haber pasado: la de las hermanas que van a buscar a los deudos en las iglesias para proponerles este tipo de sesiones de espiritismo. Debe haber existido muchísimo en la época. No hay que olvidarse que los combatientes ingleses que morían en Francia quedaban en el cementerio de Francia, no eran repatriados los cuerpos. Entonces ni siquiera tenían la posibilidad de ir a una tumba. Y me imagino que deben haber existido muchísimos de estos casos.
—Charlie Feiling parece trabajar con Chesterton y vos acá en El ojo de Goliat con el que te ves en el espejo un poco, con el que laburás es con Stevenson. Te iba a preguntar si la tuya es una lectura formativa la de Stevenson o si es un gusto adquirido, de dónde viene.
—Viene de las recomendaciones de Borges, como todo. Y sí, desde que lo leí me apasionó Stevenson. Lo sigo leyendo, lo leo mucho. Yo me di cuenta, para que veas hasta qué punto no está planeado o no hago planes…
—Sospechás que no te creo.
—No, porque es verdad, todo después encaja correctamente. Pero en algún momento en la escritura yo, a la mitad del libro más o menos, ahí me di cuenta que estaba volviendo la cuestión del doble. Y a partir de ahí sí fui consciente de eso, ahí sí decidí exacerbarlo hasta el máximo posible. Pero hasta que yo no me di cuenta que estaba trabajando con el tema del doble, no era consciente de eso. Cuando tomé consciencia dije ahora sí vamos a llevarlo hasta el extremo.
—Eso es interesante, porque uno descubre lo que está haciendo.
—Yo voy descubriendo lo que hago a medida que trabajo, sí, efectivamente. En algún momento me doy cuenta, y ahí sí puedo empezar a trabajar más a conciencia sobre algunos temas.
—Claro, pienso que si uno sabe de antemano completamente lo que va a hacer es, para usar de vuelta lo que dije recién, es deserotizante. Porque uno no va a cumplir con un plan. Siento, por lo menos con tus libros, no es que están puestos como en estado de una respuesta a algo, sino que son como una pregunta. ¿Cuál es tu vínculo una vez que terminás de hacerlo, por ejemplo?
—Yo tengo la suerte de trabajar con la gente de Entropía y cuando termino un libro lo leen los amigos más cercanos y ellos. Por ejemplo, en el caso de El ojo de Goliat. El final era totalmente distinto. Lo leyeron los chicos de Entropía, y me dijeron muy sutilmente y educadamente, “nos parece que el final no funciona”. Lo releí y dije pero qué es lo que no funciona acá. Lo releí, lo releí, lo releí hasta que en un momento uno se da cuenta: era un final muy grandilocuente. Y a partir de ahí reescribí el final este que aparece en la novela y creo que quedó mucho mejor. No hubiese pasado sin la lectura de ellos, ¿no? Entonces eso es como un trabajo que está hasta cierto punto siempre abierto, el proceso de corrección, y al cual uno también tiene que estar abierto a ese tipo de críticas.
—De hecho, por lo general se asocia creo que, no si estamos de acuerdo lo que estamos acá, pero se asocia al trabajo literario como un trabajo solitario y para mí no es solitario. Hay una parte que es solitaria pero después, tal vez yo soy más periodista que escritor, pero es como todo el tiempo una conversación con el resto. Me imagino que cuando vos estás escribiendo el libro vas comentándolo con la gente que te rodea y arrimando un poco el bochín, a ver qué cosas viste. Yo siento que es bastante colectivo, ni hablar la instancia esta que vos decís de edición y de corrección, pero incluso antes, cuando uno está con eso en la cabeza lo va como compartiendo.
—No, en mi caso yo escribo y cuando está terminado sí. Porque si no tengo la impresión de que estoy molestando, haciendo leer pedazos a gente, algo que está en proceso. No sé, son diferentes formas de trabajar. A veces sí a mi esposa le hago leer algunas cosas, algunos fragmentos o algunos comienzos sobre todo para ver si engancha, si no engancha. Pero en general espero por lo menos a tener una primera versión para darlo a leer y ahí sí escuchar las devoluciones y hacer las correcciones que me parecen pertinentes.
—Recién hablamos de Stevenson y vos me decís que llega después de Borges. O sea que no necesariamente es una lectura de juventud completamente iniciática. Entonces, ¿de qué cosas estaba hecha esa primera biblioteca tuya? ¿viviste en un contexto familiar en el que se propiciaba el hábito?
—Sí, de alguna manera se propiciaba el hábito pero lo raro es que en mi casa no había biblioteca. Sí de chico me regalaban muchos libros. Pero en mi casa había sólo una enciclopedia, no había una biblioteca. El que me obligó a leer fue mi papá, que un día me dijo “a partir de hoy vas leer un capítulo de este libro por día, cuando yo vuelva del trabajo me lo vas a contar”. El libro era Robin Hood. Para mí era un castigo terrible, porque yo quería irme a jugar al fútbol, pero bueno, no se discutía mucho con papá.
—¿Qué hacía tu viejo?
—Mi viejo era gerente de Renault. Y bueno, primer capítulo lo leí a regañadientes, el segundo me enganché más, el tercero ya… y bueno él fue el que me incitó a la lectura. Él era un lector de best-sellers, de un rato antes de ir a dormir. Pero no había biblioteca en mi casa. Y mis primeras lecturas ya adolescentes, por supuesto, Cortázar que me fascinó, Sábato en su momento me gustó muchísimo, y después a través de Borges, todo el resto.
—Además, Borges como que nos dejó la biblioteca hecha, porque la biblioteca personal tiene mucho de eso: Papini, Stevenson, Machen. Hace un tiempo conversábamos y me contaste algo interesante que es que en algún momento de tu vida no sé en cuál, contame ahora, habías coqueteado un poco con la idea de ser sacerdote, y lo veo muy presente sobre todo en tu poesía. ¿Cómo se arma ese vínculo con la teología o con el cristianismo incluso, para decirlo con precisión?
—Sí, de chico era muy religioso. En la adolescencia, obviamente la época más rebelde, tuve un alejamiento muy grande de la religión y todo lo que tuviera que ver con la Iglesia Católica, pero después volví por otro lado que fue por la lectura de los místicos, que me abrió todo un panorama muy extenso y muy extraño. Ahí me reconcilié un poco con la idea de espiritualidad más que de religión. Fue a través de la lectura de los místicos, de poetas como Juana Inés de la Cruz, Santa Teresa, incluso de los místicos negativos que me parecen todavía más interesantes.
—Esa es otra de las cosas que están completamente a contramano de, para sumar a lo que hablamos hoy, la agenda actual, ¿no? Porque vos tenés ahí un trabajo con incluso con la idea de teología, de cristianismo puntualmente, al margen de la idea de espiritualidad que la podemos encontrar en muchos escritores, pero en tu caso con un sistema de creencias. En ese sentido, es algo completamente a contramano, es un momento muy poderoso de aparición del paganismo, con la astrología, el tarotismo, etcétera, y en ese sentido como tu poesía aparece completamente como un cometa. ¿Cómo te llevás en ese sentido con estos tiempos? Parece hasta contracultural ser cristiano hoy.
—No sé si me puedo llamar católico. Creo que comulgo más con la idea del cristianismo primitivo como idea, como sistema posible entre comillas, pero no me hago mucho esas preguntas a la hora de escribir. Sobre todo porque la poesía es muy distinta, el acercamiento a la escritura de poesía que a la prosa. Escribir poesía es como estar en un estado especial, un estado de observación especial, no puedo escribir poesía por ejemplo si no estoy leyendo poesía. Me resulta imposible escribir poesía sin estar leyendo poesía. Es un estado y es una exclusividad, cuando estoy leyendo poesía no puedo leer prosa.
—No dialogan…
—No sé, puede ser que dialoguen de alguna forma pero para lo que es mi producción, en ese sentido es como que son cosas muy distintas. El estado de escritura poética es muy distinto al estado de escritura narrativa. El estado de escritura narrativa es básicamente trabajo, trabajo, trabajo, disciplina. Y la escritura de poesía es otra cosa. Siento que tengo que estar en un estado anímico especial, de observación de mundo especial.
—Como de pesca, ¿no?
—De pesca, exactamente. Por eso yo hago siempre la comparación de la escritura poética con ese estado de espera del pescador. No sabés si va a pasar algo, pero vos estás en ese estado de espera.
—Bueno, hay un poema muy hermoso tuyo, donde hay una palabra que por ahí sí relaciona con tu poesía, que es la palabra piedad. Pensemos en la revista Weekend, siempre en la tapa están los chabones con el dorado así, digo, nunca jamás vas a estar con un perro muerto así. Es como que el pez es un animal de otro escalafón, supongo que porque vive abajo del agua, no lo sé, yo tenía una novia que decía que porque no lo podés abrazar. Entonces, y en ese poema extraordinario, vos te acercás a alguien que está pescando, te acercás y decís pobre pez que está boqueando, como que te vinculás con el animal. Si bien alguna vez me contaste que tu vínculo con los animales fue oscilando. ¿Cómo se llama ese poema?
—Muelle.
—Muelle, hermoso. ¿En cuál de los libros está ese?
—Está en Ultimatum…
—Bueno, contame también eso, tu vínculo con los animales. Porque en los cuentos, sobre todo los de Doscientos canguros está. Pero vos me dijiste que en realidad tuviste un momento de aprensión con ellos, a pesar de que yo te estoy hablando de la piedad por otro lado.
—Sí, tuve un momento de aprensión porque en algún momento de mi vida mi vieja que amaba los animales, tenía cinco gatos y un perro en un departamento de tres ambientes. Una cosa de locos. Y ahí empezó mi aprensión con los animales, pero después al mirar a veces algún animal, un pájaro, decía qué cosa fea que es un pájaro, las patas, la forma de moverse, y sí me causaba cierto rechazo. Ahora ya lo superé con los gatos, por ejemplo. Mi hijo en algún momento quiso tener un gato, me negué, me negué, me negué hasta que acepté y después el gato terminó por conquistarme totalmente y ahora es mi gato. Lo mismo pasaba con los perros. Yo no entendía la relación que tenía la gente, uno de mis mejores amigos adora los perros y siempre tuvo perros, yo cada vez que iba a la casa el perro estaba ahí, pero bueno hoy estuve con su perro jugando. Y así terminé con esa aprensión.
—Voy decir que no lo superaste del todo al trauma, porque ¿cuál es el ave que aparece en El ojo de Goliat? Tiene la descripción de lo que te generaba cuando eras chico, es lo que exactamente me genera cuando leo eso. Es ominosa la figura del ave, ¿cuál es el ave?
—Un albatros
—Un albatros, claro, por supuesto, es terrible.
—Pero bueno, los pájaros sobre todo tienen esa cosa medio prehistórica…
—Para ir terminando, creo que es la pregunta que más ganas tenía de hacerte. Nada que ver, off of topic total es, perdón por lo que voy a preguntar, pero ¿cómo fue vivir la final del Mundial en Francia? Eso me interesa saber.
—Esto va para largo. Justo ese fin de semana me llama un amigo francés, mi único amigo francés, con el cual estuvimos a punto de no ser más amigos a causa de eso, me dice “vamos a París el fin de semana así vemos la final”. Mmm te parece, no, sí, no, sí, bueno y vimos la final con él en casa. O sea, matrimonio de franceses, más mi hijo mayor que tiene doble nacionalidad pero que es más argentino que yo y que hinchaba por supuesto por la Argentina, que tiene 16 y que invita a varios amigos franceses a ver el partido. Íbamos 2 a 0, chochos de la vida, yo no festejaba mucho porque había franceses, entonces me contenía. Ahora, cuando empataron y pasamos a estar 2 a 2, me lo gritaron mal. Yo me fui al baño a calmarme y mi hijo no se calmaba, mi hijo estaba que quería cagar a trompada a los amigos, a mi amigo, a todo el mundo, así que me lo tuve que llevar al pasillo y decirle: “mirá, esto pasa siempre, es así, vamos a ganar, no te preocupes, pero calmate porque esto es totalmente verídico vamos a ganar, vas a ver, es imposible ganar sin sufrir, pero bueno vas a ver que vamos a ganar”. Y lo terrible fue que cuando ganamos por penales yo no pude gritar, me quedó ahí como todo contenido pero bueno, terminamos brndando con champagne que había traído mi amigo porque pensó que iban a ganar ellos.
—Bueno, Diego, gracias. Voy a abrir si alguien tiene alguna pregunta.
ASISTENTE—Hola, gracias, chicos. Dijiste que Lovecraft no te asustaba, que te gustaba algo más sutil y a mí me interesa mucho que sí te asusta, qué te parece lo suficientemente sutil, digno de leerse ya sea contemporáneo o clásico.
DIEGO—Poe. Fue uno de mis escritores preferidos, sigue siendo uno de mis escritores preferidos, pero creo que es mucho más sugerente y más sutil. Repito, me encanta Lovecraft, sólo que cuando llego a la parte del monstruo me dan ganas de pasar las páginas, pero me encanta el ambiente que crea, me encanta el ritmo que tiene su literatura, a Borges también le encantaba. Pero qué hacía Borges, muestra la cama del monstruo, el lugar donde ese monstruo se va a sentar. Lovecraft hubiese mostrado eso y el monstruo arriba, eso es lo que no me parece. Me parece que el terror es mejor desde la sugerencia, lo que no podemos ver. Lo mismo me pasa con Stephen King, me encanta pero hay novelas espectaculares y después novelas como IT.
ASISTENTE—¿Algún hallazgo reciente?
DIEGO—Debo confesar que al estar en Francia no tengo todo el acceso que quisiera a todos los libros de literatura argentina que se publican, que son muchos y por lo general muy buenos. Que leí últimamente, Mariana Enríquez me gusta muchísimo. Pero yo releo mucho también. Leo, sigo leyendo, por ejemplo, para El ojo de Goliat encontré en una librería una antología de nouelles sobre faros en francés, todos escritores franceses. Algunos los conocía, había libros clásicos como el Faro del fin del mundo, pero había una novela de una mujer que escribió con el seudónimo Rashid, que me pareció alucinante, es una novela muy extraña, una novela escrita por una mujer en el siglo XIX, es un hombre que llega al faro donde ya hay un viejo farero que necesita ayuda y lo que pasa en ese faro es atroz. Parece un delirio total, por el tema sobre todo, estoy haciendo la traducción. Tiene otros libros traducidos al español pero ese no. Esa es una lectura que recomiendo fervientemente.
ASISTENTE—Una de las referencias de El ojo de Goliat que a mí me quedó dando vueltas porque soy profe de literatura inglesa, entonces me entró por el lado de Coledrige y el albatros y el antiguo marinero, y pensaba en la cuestión del infierno y la culpa que creo que también es una de las cuestiones que generan terror, esto de cargar una culpa que uno no se puede sacar de encima. Y te quería preguntar si venía por ese lado la referencia de Coledrige…
DIEGO—Sí, totalmente, porque el personaje de El ojo de Goliat enloquece por algo, no lo digo pero creo que las sugerencias están bastante claras. Y es creo de las peores culpas que podés cargar.
ASISTENTE—Con respecto a La ruta de la mangosta, me pareció de lo que vengo leyendo de lo que escribiste como lo más diferente, que tiene un poco más de fantasía. Me encantó, me pareció fascinante pero también me pregunto qué fue lo que inspiró a escribir algo un poco como La invención de Morel, algo como medio fantasioso, ¿qué inspiraciones, por qué la pipa china, qué fue lo que te llevó a escribir esa historia?
DIEGO—Yo quería escribir un cuento de vampiros y me di cuenta que no podía usar la figura del vampiro clásico. Entonces a partir de ahí empecé a pensar. En ese caso sí tenía bastante claro que quería escribir sobre vampiros y de ahí surgió la imagen de la mujer del cuento que es un vampiro. Y el tema del opio, también, volvemos un poco a lo mismo, como esas cosas que te sacan de la realidad. A mí, un cuento de Kipling que me encanta que es Las puertas de las 100 penas. No tiene nada que ver con lo que escribí, está justamente el opio como tema central del cuento, es un tipo que sabe que sabe que va a morirse fumando opio y que tiene al lado del lugar donde va a fumar su ataúd listo.
Nadie más levantó la mano. Siguieron los agradecimientos, las firmas de libros, las fotos. En paralelo, más allá, el terror estaba teniendo su protagónico real: la policía acababa de matar a un tipo que protestaba en la 9 de julio. Unos días después serían las PASO. El terror seguirá encontrando argumentos en la realidad.