“El combustible de nuestra propuesta es la colaboración y la persistencia de un deseo”, nos dijo algunas Ceremonias atrás Javier Yanantuoni, editor de Contramar. Y contra el deseo no puede nada. Hace unas semanas, hablamos de Supernova, la novela de Diego Oddo, editada a fines del año pasado. Y ahora entramos en una nueva: Nada que corte, la primera novela de Gloria Vaccarezza (Buenos Aires, 1978). Nos llegó la semana pasada y les propusimos compartir un adelanto para este newsletter. Mientras coordinábamos y preparábamos esta edición, abrimos el libro y empezamos a hojearlo como lectura al paso. Pero ahí pasó algo: de repente habíamos leído casi la mitad de las 170 páginas. Esa es una virtud de cualquier libro, de cualquier historia, de cualquier autor, en este caso autora: sumergirte de manera casi imperceptible en un mundo línea a línea, página a página.
La historia tiene dos ejes centrales, sostenidos en una misma persona, Débora, una joven que narra en primera persona. Cada uno de esos ejes es un universo particular. Por un lado, Débora es productora de móviles de exteriores de un canal de televisión. Por el otro, Débora está internada en un hospital psiquiátrico. Los capítulos nos pasean por esos dos mundos tan distintos, con marcas tan particulares. Así lo presentan: «De un lado, la máxima del espectáculo: “La realidad era dura, pero con eso no alcanzaba: había que mostrarla de manera cruda” confiesa Débora en un móvil. Del otro, escenas del hospital, donde las conversaciones inmotivadas, gratuitas, del afecto, del mambo, son el material sobre el que crece la charla de amigos. La fraternidad. Que muchas veces es lo que salva: lo que te salva la vida».
Un estilo fluido, de alguien evidentemente acostumbrada a mantener a los lectores atentos. Una novela que se va haciendo, que se va tejiendo, que nos va sorprendiendo. Y además, antes de compartirles los tres primeros capítulos, vean el gran epígrafe con el que abre:
1
Al despertar tuve que hacer un esfuerzo por reconocer el lugar. Miré alrededor y no encontré indicios de haber estado ahí alguna vez. La habitación era chiquita y despojada; más tarde entendería que ese despojo era la esencia del lugar, no solo de la habitación. Las paredes eran blancas y el placard abierto mostraba los únicos objetos de color. Alcancé a ver el labial rojo con el que maquillaba mi boca todos los días —así fuera para las notas del móvil o para una cita—, entonces reconocí que lo que estaba dentro de la bolsa era mío. Según la luz que entraba por la ventana era de día, pero me resultaba imposible identificar si era la mañana, el mediodía o la tarde. Me senté en la cama, me puse unas sandalias y salí.
El pasillo largo tenía varias puertas. Mientras caminaba escuché voces cada vez más fuertes. A mi izquierda decía SUM y vi una ronda de gente —a la que nunca había visto—. Compartía un domingo cualquiera. Juegos de cartas, mates, cigarrillos, mi-
radas perdidas, risas exageradas.
—Atendé a la chica nueva que tengo que bajar —dijo una enfermera rubia de pelo corto.
—Débora, ¿no? —preguntó la de delantal rosa y esperé lo de siempre, el comentario respecto de cómo me veía en persona y cómo me veía en la pantalla—. Mirá, ya falta poco para el almuerzo, pero si tenés hambre te puedo acompañar abajo y tomás un café.
No tenía hambre. Atiné a preguntar si podía usar el teléfono, como si estuviera en la cárcel y esa fuera mi única llamada. No, querida, por ahora no podés llamar a nadie. Si necesitás algo, yo tengo el número de tu tía, ella se ofreció a traer lo que quisieras, contestó. No reaccioné. No insistí. Quizás fuera producto de la medicación o, quizás, cuando uno verdaderamente no entiende nada no reacciona. Justo salía un enfermero con una chica que, en la puerta, se abrazaba a tres personas, dos bastante mayores y una menor. Estuvieron así un rato hasta que les cerraron la puerta y el enfermero volvió solo.
—Acá, la gente rota —me explicó el tipo y yo lo interpreté diferente.
Al mediodía todos comenzaron a bajar, incluso los que estaban en su cuarto. Como si fuera algo de todos los días. Hice lo mismo como autómata y me senté en la primera mesa del comedor. Cinco personas me acompañaron en ese primer almuerzo. No recuerdo caras, no recuerdo nombres. Lo que sí me acuerdo es la carne con arroz que ni pude probar. La sola imagen de ese plato me haría volver al vegetarianismo. Después de almorzar di unas vueltas, casi como un perro que necesita reconocer el terreno. El día estaba soleado. Había un jardín con dos canteros bastante cuidados. Me acosté en un banco de plaza blanco y miré el cielo.
—¿Tenés un cigarro? —preguntó un chico lindo que tendría mi edad.
Me acuerdo de que en el momento me asombró el intenso verde de sus ojos y después pensé que era la primera persona que me hablaba, así que le convidé uno. Él se sentó en la punta del banco y, después de atarse el pelo con una gomita que tenía en la muñeca, dijo algo sobre un pájaro que iba y venía sin parar, que si tuviera una gomera le daría de lleno, pero no entendí bien porque hablaba y reía al mismo tiempo. Se quedó un rato y después me dijo que se llamaba Lucas y se fue.
En el lugar había una regla tácita. Nadie preguntaba por qué estabas ahí. La historia que acompañaba a cada uno era privada y el cuadro clínico también, aunque muchas veces fuera evidente. Al principio, y como un antídoto contra el paso lento del tiempo, mi mente divagaba y le creaba una historia a Marcos, otra a Lucas, a Fernanda o a Carla. La manera de ser, de reaccionar o no, la ropa, la marca de cigarrillos, eran indicios que me ayudaban
a hacerme una idea. Era una regla que yo no podía cumplir. Con los días empecé a avanzar con las conversaciones. Algunas veces mis preguntas no fueron bien recibidas y una expresión incómoda acompañó una contestación evasiva, pero en otros casos ayudaron a crear lazos. Fernanda y Carla se convirtieron en mis nuevas amigas. Nos reíamos bastante y, pese a que es casi imposible que nos hubiéramos cruzado en otras circunstancias, en varias charlas tenía la certeza de que podríamos haber compartido mucho más que ese lugar. Fernanda era rubia platinada y flaquísima. Usaba plataformas y vestidos cortos y tenía un aire rebelde que se le notaba a cada paso, en cada palabra o gesto, como si tuviera que reivindicar todo el tiempo su posición en todo. Carla tenía constantemente una expresión triste; con esto no quiero decir que nunca sonriera, lo hacía, pero su risa era forzada. Se veía que en sus ojos la angustia nunca desaparecía. No podría decir bien cómo era su cuerpo porque se abrigaba por demás, sin importar que hiciera frío o calor. Si bien conectábamos, me resultaba imposible saber qué la había llevado hasta ahí ni cuál era su oscuridad.
2
Me voy a morir, pero me voy a morir ahora, lo sé, lo siento. No puedo respirar, me duele la cabeza, dije temblando y con esa sensación de estar a la deriva en movimientos involuntarios. Quedate tranquila, no te va a pasar nada, repetía una y otra vez mi mamá para tratar de tranquilizar a una nena de once años que se había ido a dormir y despertó en medio de la noche con la convicción de que se iba a morir. Esa fue la primera vez que tuve conciencia de la desesperación ante la muerte. Era el año 1990 y el ataque de pánico no estaba de moda. Nadie entendía qué me pasaba. El remedio fue una semana en cama, tranquilidad y quizás, eso lo entiendo ahora, el silencio. Pero el remedio solo curó el síntoma del momento y dejó la angustia en estado latente.
—Bueno, por hoy dejamos acá. Es importante que puedas identificar las raíces de lo que te pasa, así que vamos a seguir trabajando en esos primeros indicios —dijo la doctora Rotta, señalando el final de una de las tantas sesiones.
Al salir, un enfermero me esperaba para guiarme de nuevo junto a los demás.
—¿Y? ¿Cómo te fue con la loquera? —preguntó Lucas cuando me lo crucé en el pasillo.
No contesté y me dijo: vení, vamos a fumar un cigarro.
Fuimos al jardín. Era una de esas mañanas claras en las que la temperatura es igual a la del cuerpo, en las que transitar no pesa. No hablamos más, nos quedamos fumando al sol con los ojos cerrados, de la mano, imaginando que no estábamos ahí.
Interrumpí el silencio y le dije que me iba al cuarto. Me tiré en la cama y por primera vez en días me di cuenta de que no extrañaba a nadie. No había hablado con mi familia ni con ninguno de mis amigos. Estaba en compañía de desconocidos que no pedían nada de mí. No me conocían, no podían reclamar cordura, estabilidad, coherencia. Ante sus ojos yo era un frasco vacío que me presentaba como pura posibilidad. Por primera vez en muchos años me sentí verdaderamente libre.
3
La semana siguiente me cambiaron de cuarto. A mis nuevas compañeras no las había registrado. Daniela tendría treinta años, aunque aparentaba más. Hablaba despacio, como pidiendo permiso. Usabaremeras negras y jeans ajustados. Tenía una obsesión con las uñas. Las suyas siempre las llevaba pintadas y cada vez que a alguien se le saltaba el esmalte se lo hacía notar. Verónica era alta y tenía trencitas rubias en toda la cabeza. Constantemente hacía comentarios graciosos y se jactaba de ser la mejor peluquera de Palermo. En el cuarto estábamos las tres, pero había espacio de sobra porque en realidad era para cuatro.
En un primer momento sentí un poco de miedo, pero después de un par de cigarrillos compartidos en la clandestinidad estuve mejor que en mi antiguo cuarto sola.
—Mientras estemos acá tenemos que hacer lo posible por divertirnos. Imaginate que es un spa, como esos que van los famosos para descansar. Bueno, esto es lo mismo. Pensalo así: no tenés que cocinar porque te dan la comida todos los días como en un restaurante. No tenés que lavar, ni la ropa ni los platos. Tampoco tenés que laburar. Te ofrecen talleres gratuitos y encima tenés las mejores compañeras de cuarto, ¿qué más querés? —me dijo Verónica luego de tirar el humo por la ventana para que no quedara olor en el cuarto.
—Yo necesitaba este descanso. Tengo tres hijos que me vuelven loca. Ahora los extraño, pero de poner tanta energía para hacerlos felices me dejó sin felicidad a mí. Ahora por lo menos siento que estoy volviendo a verme un poco, a atender mis necesidades. La verdad que me quiero quedar un tiempo más —agregó Daniela.
—¿Y vos, flaca? —preguntó Verónica.
—Yo me estoy desintoxicando.
—¿Drogas?
—Ni drogas ni alcohol, o sí, pero no es eso lo que me trajo hasta acá. El exceso de todo, me parece —dije tratando de tirar un motivo.
—Ah, bueno. Entonces caíste en el lugar justo. El único exceso que vas a tener acá es el de pastillas de colores. Lo demás, olvidate —dijo Verónica riendo.
Sonreí sin ganas. Siempre odié las pastillas. Los días previos a la internación no dormía y cuando de casualidad encontraba en mi cartera la cajita que usaba de pastillero, la miraba por unos segundos y prefería no tomarlas. Sentía que podía escribir un tratado sobre el origen del universo, descubrir el porqué de los agujeros celestes y explicar la teoría de la relatividad. Me sentía Dios. Parecía de merca todo el tiempo sin haberla probado nunca. La concatenación de pensamientos en mi cabeza se transformaba en teorías cada vez más complejas. Lo que para mí era una certeza, para los demás solo eran pensamientos desordenados. Me pedían que fuera sintética en un momento en el que no podía tomar ningún atajo.
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Hoy se presenta en San Isidro.
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