Una reseña sobre Las visitas, de Victoria Ponce, editada por Cuero, por Juan Fernández Marauda.
El campo es el campo. En esta frase se juegan dos sentidos. Por un lado, la idea de lo inmutable y lo tradicional. Por el otro, la especificidad salvaje de un género, un territorio, sus habitantes y sus fronteras. Para quien mire desde una torre en la capital, para el norte, sur, este u oeste es siempre lo mismo: pura extensión, horizonte que se corre. Hace falta un ojo preciso para encontrar, en lo inmenso, lo particular. Más importante aún, es necesaria una voz fuerte para llamar, como quién con un grito hace venir hasta a las comadrejas como si fueran perros, la atención de los citadinos entumecidos hacia todo lo que se esconde, mágico, magro o mundano por igual, entre los pastos altos a la vera de las rutas que el mundo entero cruza y donde ya nadie se detiene.
Victoria Ponce tiene ese ojo, hereda esa voz. Y digo hereda porque otros también han cantado al campo sin perderse en la ilusión o la simple evocación del regionalismo vacío. Pienso en Juan José Morosoli, que en los personajes que recorren su campo encontró cómo conversan la soledad y la muerte en el aletargado apagarse del paso del tiempo. Pienso en el monte de Quiroga, con tanto espacio para la tragedia fortuita como para la fantasía que, aunque a veces parezca ingenua, nunca pierde su filo. Lo que Victoria Ponce hereda, en realidad, es esa capacidad de inventar una voz cosida de a pedazos, una lengua de frontera que quizás tenga menos que ver con la tierra en la que creció, bajo la sombra de los titanes de Salamone, que con la tradición en la que se ha instalado como autora. La importancia de este registro está en lo que nombra, en aquello a lo que le da existencia.
Cerca de donde me crié hay un paraje que se llama Cajón de Ginebra Chico y, cerca de ahí, hay otro lugar que se llama Cajón de Ginebra Grande. Como Herrería Nueva, el pueblo que Ponce inventa para sus personajes, son lugares que nacen por necesidad o accidente y son nombrados a partir de la mera observación de lo evidente. Allá se cayó un cajón de ginebra de una carreta y quedó en el medio del camino. Aquí abrieron una herrería nueva para reemplazar a aquella otra, quemada, quebrada, insuficiente o, a la medida de la oposición necesaria, solamente vieja. Estos lugares tienen otra cosa en común: no existen. O, para ser más preciso, la suya es una existencia relativa y temporal. Son lugares que nunca volverán a ser pueblo. Cajón de Ginebra Chico se volverá solo un cartel en la ruta cuando ya no quede ni el parador. Herrería Nueva se esfumará al final del libro, como el espejismo que es, pero no sin dejar huella.
A pesar de que me había propuesto tácitamente no recaer demasiado en las referencias, vuelvo un segundo a lo que dije sobre Morosoli. Hace casi un siglo él escribía acerca de un tipo de espacio que ya había cambiado y cuya eventual desaparición se llevaría consigo algunos oficios, prácticas e identidades. Era el adiós del gaucho. Victoria Ponce retoma esa elegía varias décadas después, cuando el que empieza a despedirse es el paisano. Los pocos que quedan se esconden en Herrería Nueva, dónde intentan combatir al paso del tiempo como si fuera un incendio en la llanura. Pero el cambio es un anillo que se cierra y ellos ya no tienen baldes ni saliva en la boca seca. Los que se avivan, se van. Se van a la capital, a la cabeza del partido, o simplemente saltan del otro lado del anillo. Los que se quedan resisten, siguen viviendo con ese abandono, o mueren. Quizás por eso para estos personajes la muerte, sus muertos, tienen mas presencia y peso que los ausentes, los desertores.
Aquí hacen aparición los muertos sin nostalgia de Victoria Ponce, el porcentaje mayoritario de la población de Herrería nueva. Los iremos conociendo de cuento en cuento, infaltables e ineludibles. Cada uno representa un aspecto distinto de la fascinación que sienten los que les rinden culto. Hay muertos que esperan en los lugares donde siempre estuvieron, agachados entre los pastos altos como si todavía trabajaran la tierra. Hay muertos enigmáticos, con nombres cercanos y rostros desconocidos. Hay muertos inminentes, muertos desteñidos, muertos encadenados por sus deudos a la rutina de las flores y el cementerio los domingos. No hay sorpresa ante la muerte ni ante los vueltos de la muerte, por más fantásticos que sean los medios de su retorno. Porque los muertos son los que nunca se terminan de ir, los muertos son los que permanecen. Y en esa certeza hay alivio, no dolor.
La última gran victoria de Ponce es la moderación. Con toda la discreción del mundo, ella entiende que hay ciertas cosas que no necesitan explicación ni desarrollo. Que, a veces, como sus propios personajes, hay que ser de pocas palabras, dejarse llevar por aquel ademán contemplativo del campo y aceptar sin peros la ensoñación, suave o pesadillesca, de las horas de la siesta al rayo. Es por ese primal llamado a la sobriedad que la autora logra evitar todos los vicios y excesos que suelen terminar siendo los que cargan el cajón del género fantástico. Cómo bien lo ilustra en el cuento que da nombre a su libro, hay tanto mérito en acercarse a nuestros lugares incómodos como en saber cuando retirarse.