Por Esteban Rodríguez Alzueta
Hay libros que se leen cruzados, saltando las páginas una tras otra, libros que queremos que se terminen, que le damos una chance más antes de abandonarlos. Otros libros se leen de una sentada y pueden costarnos la madrugada entera. Pero hay otros que se leen en cámara lenta, que invitan a demorarse y paladear sus imágenes y la música que llega con ellos. Es el caso de Pero hermoso del escritor inglés Geoff Dyer, un libro a mitad de camino, ubicado entre la novela y el ensayo, la crítica y la devoción. Lo digo porque ningún melómano debería dejar de leerlo, sobre todo si le apasiona el jazz. Lo confirman Keith Jarret que dijo que es el único libro de jazz que le recomendaría a sus amigos, y también Sergio Pujol que me dijo que se encuentra entre sus libros favoritos. Un libro favorito es un libro que nos envuelve. No es necesario leerlo dos veces, el libro nos habita y transforma, se llevará encima, como una sombra.
En sus páginas se cruzan Lester Young, Thelonious Monk, Bud Powell, Chet Baker, Ben Webster, Charles Mingus, Art Pepper, pero también Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Art Tatum, Coleman Hawkins, Roland Kirk, Red Allen, Pee Wee Russell, Miles Davis, John Coltrane. La argamasa de todos ellos es Duke Ellington y Harry, su chofer. Toda una comunidad de amigos que los rescataba de la oscuridad donde solían encallar, otra manera de tramitar los malos entendidos sin apelar a los prejuicios y cancelaciones culturales. Acá todos tienen una mirada piadosa y ejercen la paciencia y el perdón. Saben que todos estaban en el error. Pero sabían también que la amistad era la manera de remar las humillaciones que llegaban con el racismo, de sostenerse cuando la heroína o la metadona, pero también los excesos de alcohol, el desamor y la soledad hacían estragos entre todos ellos, cuando las noches se estiraban porque las funciones se prolongaban una tras otra o los viajes que los llevaban de una ciudad a otra se hacían cada vez más extenuantes. La amistad llegaba con la música y la vida nocturna de los clubes, porque el jazz es una manera secreta de componer la amistad. Una música que evolucionaba a fuerza de amistad. La amistad empujaba al jazz, una amistad, insisto, que ayudaba a transitar los días difíciles. La amistad no hacía la vida más fácil, pero tal vez la hacía más llevadera. Arriba del escenario, cuando la alquimia hacía su imperceptible trabajo y se fundían las miradas de todos, mientras unos sostenían el ritmo, otros se dedicaban a explorar los límites de las estructuras previas, a ir siempre un poco más allá. Como dijo alguna vez Bill Evans: no hay libertad sin estructura, la libertad necesita un punto de referencia para poder apartarse. Los músicos se sostienen y van relevando para que cada uno pueda expresarse a su manera. La libertad de uno necesitaba la libertad del otro, se fortalecía con la deriva que aportaba el resto de la banda. Así de generoso era el jazz en aquella época.
Toda una comunidad de amigos que los rescataba de la oscuridad donde solían encallar, otra manera de tramitar los malos entendidos sin apelar a los prejuicios y cancelaciones culturales.
Todos estos músicos podían tocar con tanta ternura y tanto swing porque la vida no era tierna con ellos. La libertad que seguimos averiguando en sus composiciones e interpretaciones contrastaba con la fragilidad de la que estaba hecha el resto de sus vidas. Tal vez lo que Dyer descubre bebopeando las anécdotas es el origen secreto del jazz, el costado triste de las vidas que no lograban hacer pie: La tristeza se les había metido muy adentro y no había éxito que compensase la vida en blues. Todo era frágil, pero hermoso; duro y cruel, pero hermoso; demasiado real, pero hermoso también no sólo arriba del escenario, sino sentados frente a los músicos que ahora permanecen en trance y nosotros con ellos.
El año se termina y la librería Ocio me pide que recomiende un libro. Fueron muchos los que leí durante la pandemia. Por ejemplo, recomendaría todos los libros de Natalia Ginzburg, porque me acompañaron en toda la cuarentena. Tal vez las biografías de Keith Jarret escrita por Wolfgang Sandner o la de Billie Holiday de Julia Blackburn. Y si de música se trata podría nombrar también las memorias de Bruce Springsteen, Born to run, la biografía de Lou Reed escrita por Anthony DeCurtis, Opus Gelber: retrato de un pianista de Leila Guerriero y el librito de Marvin Lin sobre Kid A. Pero prefiero dejarles lo que estoy terminando de leer ahora mismo. Después de tanto derrotero en este año claustrofóbico un libro puede convertirse en una bocanada de aire, la oportunidad de mirar hacia otro lado. Lo digo con las palabras de Dyer: “Ciertos acontecimientos de la vida son así, se agazapan a la espera de que aparezcas, pacientes como la lluvia”.
* Esta recomendación se publicó en la primera edición de 2021 en el newsletter La Ceremonia del Ocio, al que podés suscribirte acá.