“Era un lugar sin esperanza pero estaba al final de la desesperanza.
Se podía decir que era una tierra dulce, pero en realidad no podía decirse nada.
Nadie que hubiera ido había vuelto. Era una isla vacía, aunque estaba llena de gente.
Solo había gente, nada más. Estaba en el pasado y a la vez era un destino.
Era el centro del mar.”
Los niños de Carolina Sanín
—Leo, tu hermano está internado.
No me saludó. Me dijo eso. Y así. “Tu hermano”. No “Mi hijo”, no “Mariano”. “Tu hermano”.
—Ah, mirá, está llamando la atención otra vez.
Papá respiró. Suspiró. Porqué no te vas a la mierda, papá. Ahora la culpa de que Mariano esté internado es mía. De su hermano. Pensé que vendría algún sermón.
—¿Qué dice que le pasó? –pregunté.
Supuse que quería esa pregunta, como siempre. Nunca entendí su forma de hablar, de esperar a que le preguntaran. Sólo llamás para hablar de lo que hace “mi hermano” y esperás a que yo te pregunte. Como si preguntar fuera lo mismo que tener algún interés.
—A mitad de la madrugada empezó a disparar adentro de su habitación, el vecino se cagó hasta las patas y llamó a la policía, que entró por la fuerza, lo agarraron y lo llevaron al hospital.
Otra pausa más. Suspenso. Te encanta el suspenso, eh, el drama. Esperó a que le preguntara otra vez: y a quién mató, a quién le disparó, qué estaba haciendo. Le di el gusto.
—Dijo que veía ratas, que lo estaban invadiendo desde hacía un tiempo, pero que ya no podía controlarlas, y les disparó. Dice el vecino que escuchó más de diez disparos, pero la policía no encontró ninguna rata muerta en la habitación… el vecino dijo que no hay ratas en el departamento.
Hizo otra pausa. Yo no tenía más preguntas para hacer. Se dio cuenta.
—Una locura –dijo.
Esa noche apareció una rata en el balcón. Una grande. Cuando abrí la puerta, la vi irse. Como rata por rama. Se había comido todas las hojas de la albahaca. Quedó el tallo largo, recto, solo. Las otras plantas estaban bien. Un potus, algunas suculentas, un cactus, otras de las que no sé los nombres. Ninguna aromática. Por eso se debe haber comido solo la albahaca. Rata vegetariana.
Esa albahaca se había bancado todo el invierno en el balcón. Había crecido al aire libre. Tenía unas hojas grandes. Me la había regalado Leda. Me la dio con una maceta, chiquita, con una guarda pintada con colores. La había pintado ella. Entendí ese regalo de la única manera que se podía entender: quería algo más serio, tal vez vivir juntos, se estaba enamorando. Acepté la albahaca con una sonrisa. Y poco a poco fui tomando distancia. Hasta que ya dejé de responderle los mensajes. De ponerle me gusta en fotos. De reaccionar a las historias de Instagram.
La regué, la cuidé, siempre afuera. Pensé que no se la bancaría, que moriría por el frío, el viento, el cielo parco. Pero no. Todo lo contrario. Vivió, creció, y de una forma sorprendente. Hasta que apareció la rata.
Al día siguiente volvió a aparecer. No comió las otras plantas. Husmeaba el tallo de la albahaca. No lo mordió. Después le dejé restos de mi comida: carne picada, cáscaras de manzana o naranja, migas de pan. Las ratas buscan basura para meter el hocico. Y le puse nombre: Beatriz. Como la última jefa que me echó. La rata más asquerosa que conocí en mi vida. Hasta me pareció mucho para la pobre rata comedora de albahaca. Pero se lo dejé. Si aparecía una rata nueva, le pondría Alberto, como mi jefe actual. Para compensar.
Por unos días no volví a verla, aunque la comida que le dejaba desaparecía. Me reí solo pensando que tal vez era una de las ratas que había invadido la habitación de Mariano, que había sobrevivido a los disparos, que había visto morir a toda su familia reventada a balazos, que había recorrido cuadras y cuadras para llegar a verme.
Pensé en escribirle a Leda para contarle lo que había pasado con la albahaca. Pero ella podía interpretar que era la excusa para charlar de otra cosa. Yo no quería otra cosa, sólo la albahaca comida por una rata. Así que no le escribí. Tampoco le conté a nadie que había aparecido esa rata. Ni compré veneno.
—¿Cómo estás?
Mariano estaba sentado en un banco del patio del hospital. Miraba hacia afuera. O eso parecía. Más allá de la reja, más allá de la vereda, de la calle. Más allá. Los ojos abiertos pero en una especie de pausa perpetua. No me respondió. Tenía la boca semi-abierta. Ni siquiera controlaba el mentón.
Las manos apoyadas en las rodillas, no agarradas. Abandonadas. Alrededor había otros tipos. Todos parecían más grandes que Mariano. Algunos caminaban, sonreían, hablaban solos o entre ellos.
—¿Hasta cuándo vas a seguir llamando la atención?
Le seguí hablando. Le dije que en realidad no quería que se muriera, que si bien se lo había dicho muchas veces, no lo deseaba. Le conté lo de Beatriz. Que había aparecido una rata y que le había puesto Beatriz. Pensé que se reiría. Pero no le importó. Me di cuenta de que nada de lo que estaba diciendo le importaba.
—¿Seguís viendo ratas?
No contestó ninguna de las tres preguntas. O las contestó de la misma manera: con las manos así, dejadas sobre las rodillas, con el mentón caído, con la mirada más allá. Andate a la concha de tu hermana, Mariano. Lo mandé tantas veces al mismo lugar que menos mal que no tuvimos hermanas.
Volví a pensar en Leda, en la isla de Leda. Ella decía que a las personas que no quería más en su vida las mandaba a una isla, para olvidarlas, desaparecerlas de su cabeza. Que había leído eso en alguna novela, donde la protagonista describía esa isla. Una isla sin nada más que gente. Llena de gente del pasado. Leda tenía la propia con un ex, un tío, amigas. Tal vez Mariano también tenía la suya. Tal vez yo estaba en la isla de Mariano, como yo le había dicho varias veces a Leda que Mariano estaba en la mía.
Una de esas noches Leda me mandó un mail. Como si se hubiera enterado de la muerte de la albahaca. Como si se hubiera dado cuenta de que la había estado pensando. No iba a admitirle que ella había estado presente en casa a través de la albahaca. Pero más presente estuvo esa noche que leí el correo.
No estaba enojada. Ni siquiera molesta. O no se notaba. Parecía no entender qué había pasado, el porqué de la distancia, el silencio sin explicaciones. Estaba intrigada, o eso decía. Pero no me había mandado a la isla todavía.
Pensé en responderle que estaba viéndome con alguien más. O que atravesaba un problema personal. Pensé en contarle lo de mi hermano. Decirle que lo habían internado, que estaba mal, grave, que papá estaba devastado. Pero Mariano no servía ni como excusa.
Ella sabía algunas de las peleas que habíamos tenido con Mariano. Me había hablado mucho de sus hermanas. Se peleaban, como todos los hermanos del mundo, pero se amaban. Se compartían todo y qué sé yo. Yo le conté que Mariano nunca había madurado, que desde adolescentes nos llevábamos mal, que no sabía llamar la atención de otra manera que no fuera con problemas para los demás, que desde la muerte de mamá se había puesto insoportable. No sé si le conté, por ejemplo, cuánto tiempo hacía que no nos hablábamos.
Leí el correo de Leda un par de veces. Sobre el final me decía que podía aceptar que la historia terminara, pero que le parecía justo que se lo dijera, que le explicara algo. Y que si no tenía muchas explicaciones, que también se lo dijera, a veces pasa de sentir cosas que no podemos decir. Me cuestionaba el silencio. O que el silencio fuera mi forma de dar por sentada las cosas. O eso fue lo que entendí.
Escuché ruidos en el balcón, entre las macetas. Me asomé para mirar desde adentro: era Beatriz y otras ratas más. Alberto era una. No había pensado nombres para las demás, todavía. Algunas eran ratitas, chicas, caminando entre las macetas, por la baranda, por las ramas del árbol que cruzaban por el balcón. Pensé en Mariano. Me las había mandado él. Amagué con abrir la puerta, para que se fueran al escuchar ruido. Y se fueron. Volví al silencio. No me animé a salir al balcón esa noche.
Miré la pantalla de la computadora otra vez, unos segundos. No le contesté y la apagué. En algún momento ella entendería que el silencio también es una forma de hablar.
—Hola sí, buenos días, quisiéramos hablar con Leonardo Hache.
Miré la hora: eran las cinco y media de la madrugada. Cómo una persona podía decir buen día a esa hora que todavía era de noche. Quién mierda llama a esta hora.
—¿Quién habla?
No quise prender el velador. No quería despabilarme. Se me vino Beatriz y Alberto y las otras ratas a la cabeza. Creo que estaba soñando con ellas. O las escuchaba afuera.
—¿Es usted?
La imagen de Beatriz y de Alberto me hizo pensar que la llamada era por el laburo. Si Alberto me quisiera echar no lo haría por teléfono. Menos a esa hora. No sé porqué pensé que me echarían.
—Sí, soy yo. ¿Quién habla, qué pasa?
La mujer hizo una pausa larga, innecesaria.
—Lo llamamos del Hospital Posadas.
Casi le pregunto porqué hablaba en plural, pero no le dije nada. Nunca puede ser una buena noticia que llamen de un hospital. Pensé en Mariano. Papá debe haber dejado mi teléfono como contacto.
—Acabamos de internar a su padre, tenía su teléfono en la billetera.
Recién ahí me di cuenta de que Mariano no estaba en el Posadas. Eso me despabiló. Y prendí el velador.
—¿Cómo? ¿Qué pasó?
Desde la muerte de mamá, más de una vez papá había dicho que ya estaba, que quería irse con ella. Quería que lo enterráramos nosotros. En realidad quería no tener que enterrar a ninguno de nosotros antes. Lo decía por Mariano que llamaba la atención siempre jugando al límite.
—Lo trajeron unos chicos en un auto, lo habían encontrado desmayado en una plaza.
En ese instante supe que papá se moriría. En ese instante entendí porqué ponía acento cada vez que me decía “tu hermano”. La puta que te parió, papá. Corté. Y fui al Posadas.
Los trámites fueron rápidos. Lo más rápidos que pueden hacerse en un hospital público. El médico firmante puso como diagnóstico de muerte paro cardiorrespiratorio. Quise decirle que eso era obvio: todo el mundo termina muriendo porque el corazón no anda más. Papá se murió de tristeza. Papá se murió por no tener una isla adonde mandar a todos sus fantasmas.
Decidí que no hubiera velatorio. Pedí permiso para retirar a Mariano, como si fuera un nene de jardín.
—Papá se murió.
No pidió verlo. No pidió nada. Fuimos al cementerio. Lo enterraron. Mariano no lloró. Tenía la misma mirada que la otra vez. Arrastraba los pies para caminar. Yo también. Menos, pero también los arrastraba, pateando piedritas. En medio del silencio que hacen los muertos. Como mamá. Y como papá, aunque todavía lo escuchaba decir “tu hermano”.
Lo llevé a Mariano a su hospital. Le prometí volver a visitarlo. Le dije que ahora quedábamos nosotros dos y le pedí por favor que no quería que me llamaran para decirme que estaba muerto. No sé porqué le dije eso. Él no me respondió nada. Y yo me fui para casa. Me senté en el balcón. A mirar. A pensar. A esperar. Las ratas no aparecieron. Las ratas sólo aparecen de noche.
***
Este es un cuento del libro homónimo editado por Mil Botellas, Las ratas sólo aparecen de noche, de Facundo Basualdo, uno de los que está detrás de Ocio.