Hay días en que el perro que vive conmigo hace más de 15 años pide cosas y no lo entiendo. Se para o se sienta al lado mío, con su cara de orejas caídas, mirada profunda y hace ese llanto capaz de irritar a cualquier ser vivo, agudo, impreciso, sufriente. Tiene agua, tiene comida, acabamos de volver de la calle: no sé qué quiere con tanta urgencia. Hablá, le digo, si en todos estos años hubieras aprendido una palabra de todas las que escuchás, me facilitaría la tarea. Pero el perro no dice nada. O peor: sólo sigue con su llanto, su pose, su rutina de ser incomprendido. A veces, en esas charlas infructuosas, imagino que dice algo al fin: “loco, quiero un pedazo de carne, no ese alimento horrible” o “¿te vas otra vez y me dejás encerrado escuchando esa radio malísima?”. En la relación con los animales hay algo de nosotros, algo inasible, un poco border, que nos puede hacer quedar como unos boludos o como unos locos. El cielo de los monos, la primera novela de Branco Troiano, tira de la punta de ese hilo. Pero es un hilo menos mundano, menos doméstico, y lo hace con una gracia que no esconde la oscuridad sino que la fortalece, lo hace con la hondura que permite la reflexión en primera persona y con el suspenso necesario para recorrer, con prolijidad, ese ovillo de tramas que se superponen.
“El cielo de los monos —anota Edgardo Scott en la contratapa— es una novela que a Bioy no sólo le hubiera encantado leer sino, muy probablemente, escribir. Y quizás a Busqued también.” Aportamos un par de matcheos más: con los cuentos de Doscientos canguros, de Diego Muzzio, por un lado, por esas miradas diversas de las relaciones con los animales. Por el otro, con Rabia, de Sergio Bizzio, que sin tener nada que ver en su trama, en su idea, hay algo de sostener o, mejor, de tirar del hilo de cierto delirio, que se nos hicieron muy presentes mientras seguíamos a Augusto, el principal narrador de esta historia. El autor, por su parte, nos dirá que acomodaría su propio libro “al lado de alguno de Mirtha Legrand”. Pero ese deseo no podremos cumplírselo, no por mala fe sino porque no tenemos ninguno de la diva de los almuerzos televisivos.

Lo primero que sabemos es un diagnóstico: Augusto cuenta que el doctor Armentia le dijo que tenía una distrofia muscular de Emery-Dreifuss. A partir de eso, “algunas cosas, o en verdad, la mayoría de cosas, empezaron a cambiar”. Lo segundo que sabemos es que Augusto trabaja en un zoológico donde el principal atractivo es la jaula de los monos. De a poco sabremos otras cosas: el conflicto del zoológico por la demanda constante y sonante de activistas; la separación de Augusto de la madre de su hija; los recuerdos con su padre, sus enseñanzas, sus ejemplos (“No hay que perder… cómo decirte… el peligro, no, no hay que perderlo, uno a veces tiene que estar en peligro porque ahí se ve de qué estamos hechos”). También de a poco, descubriremos el deseo de Augusto de ¿aprovechar? ese diagnóstico y los cambios que irán sucediéndole en el cuerpo, para parecerse a los monos. La espalda encorvada, apoyar los nudillos en el suelo, la postura entera. Ahí, en esos animales, tiene su espejo. Y el fuego. Una señal de radio aparece, intermitente, para hablar del fuego, de su destrucción, de su repetición. El fuego como interferencia, momentos de una realidad fragmentada.
Todo eso —trabajo, paternidad, separación, diagnóstico, fuegos— lo vive como un cóctel que lo va llevando hacia lugares impensados de su propia personalidad, más que la pregunta está la respuesta de “quién soy”. Se trata de un delirio controlado por una narración que Branco Troiano, acá sí, marca de autor, va llevando a rienda corta, firme, precisa.

—¿Cómo surgió la novela? ¿Hubo planes, cómo fue ese proceso?
—La novela no surgió por un plan muy premeditado, digamos. Lo que sí identifiqué, tiempo después, fue que hubo un cruce de necesidades que termina deviniendo esta novela. Había dos o tres cuestiones puntuales que de alguna manera me quemaban y tenían que tomar un curso narrativo. O no sé si, en efecto, eran dos o tres, quizás eran la misma cosa riéndose de mí de tres maneras distintas (una hipótesis que me cierra más, a esta altura). Hay una cosa que quema y se ríe, macabra, y ahí uno tiene que hacer todo lo posible para, en principio, no terminar por incinerarse, y después tratar de que la risa sea compartida. Eso en un primer plano. Ahí sale algo, la intención por un texto o por el artefacto artístico que sea. En cuanto a la idea del texto, a sus tramas, fue algo que fue madurando, que no estuvo claro desde un principio. Incluso fue un texto que inicié en tercera persona y después de algunas lecturas amigas me terminé inclinando hacia una primera. Entonces estaban el fuego, la animalidad y su juego con la locura, la voz paterna. A partir de identificar esas tres cuestiones, bueno, empecé a escribir. A diferencia de lo que me sucede en general, fue una escritura con ratos de producción súper furtivos, intensos. Me cuesta mucho escribir, son contadas las veces que me siento y efectivamente escribo algo. Pero en este caso fue así. Fueron casi tres años, si mal no recuerdo, de escritura. Dos de crudos y uno de edición. En cuanto a la estructura de la novela, me parece que es fiel a la manera en que entiendo las narrativas que nos van haciendo: caóticas, intermitentes, fulgurantes, indeterminadas, impotentes. En eso traté de ser fiel a una manera de comprender el mundo, su pulso. Y creo que, mango aparte de la factura final del texto, ese ítem lo cumplí, está logrado.
La novela, es claro, camina por otros rieles, pero como sabemos que el autor también piensa y repiensa la literatura en otros espacios (como en Lobo Suelto), quisimos indagar un poco en esa decisión de abordar la animalidad en la literatura. Hay algo cierto: los animales siempre estuvieron presentes en la literatura. En este tiempo hay mucho dando vueltas, por razones varias. Algunos ven en lo doméstico algo para contar (Kaidú), otros intentan encontrar en los animales formas de comprender nuestras sociedades (los títulos de Despret) o descubren la animalidad y lo salvaje en las personas (El asedio animal) o muestran, en cierto modo de extrañamiento antropológico, las relaciones con el mundo animal (Criaturas dispersas). Los “libros activistas” sobre animales y modos de producción también andan dando vueltas con fuerza. A veces, empujados por cuestiones de mercado o por un interés genuino de plantear otro tipo de discusión, ciertos temas de coyuntura empujan ciertas escrituras. En El cielo de los monos, el zoológico, la aparición de los activistas y el conflicto creciente en torno al encierro animal, aunque no sea lo central de la trama podía tener cierto diálogo con la coyuntura. Pero esa relación la vimos nosotros, no más:
—Sinceramente mucho no me interesa, no al menos en los términos de “Bueno, está pasando esto ahora, voy a escribir algo que lo refleje”. Me da la impresión de que varios de los que hacen eso tienen como primer propósito contar lo geniales que son, lo tan fundamentales que son para la narrativa argentina. No quieren dar cuenta de la crisis, de la lógica del capital, de la servidumbre, de la represión, no: quieren hablar de ellos. Es esa parte del diario de Gombrowicz de Lunes: yo; Martes: yo; Miércoles: yo; Jueves: yo. Entonces, nada, son textos deshonestos, insustanciales y aburridos, sobre todo aburridos. Por el contrario, me parece que el trabajo más valioso de la ficción se da cuando hay, en primer término, una búsqueda extemporánea. Para dar cuenta de la coyuntura sin ser deshonesto hay que dejar estar a la coyuntura, dejar que tenga un aplomo, dejarla que pastoree un poco: dejar que deje de ser, que tenga una fuga de sí misma. A partir de ahí, sí, a trabajar. El único que puede escribir Pichiciegos es Fogwill, los demás mortales tenemos que remitirnos a otro laburo, a otros tiempos.
El cielo de los monos, fue dicho, es la primera novela de Branco Troiano que, en 2018, ganó el concurso Osvaldo Soriano con el cuento “Mi padrino”. Nació en 1994 en Mar del Plata, donde todavía vive (y donde mañana estará en esta mesa de la Feria Invierno). Las primeras producciones de autores noveles suelen tener lugar en estas Ceremonias. Esta vez se trataba de una novela que no nace en el centro porteño o del conurbano, sino que, aunque con poco olor a mar en la trama, viene de la costa. Scott, también en la contratapa, dice: “Buen ritmo, argumento, imágenes y escenas que Troiano despliega con lenguaje propio. Una rara novela de iniciación. Una buena noticia”. Esa iniciación nos interesa: qué vienen a decir los autores que están empezando a armar su propia obra.

Y el otro aspecto al que prestamos atención es la editorial que le hace lugar a un autor inédito: esta vez es Cordero editor, un proyecto que hasta donde vemos y leímos de su catálogo (algo dijimos acá), por las relaciones que trama (en las coediciones con otras editoriales) y por sus posteos en redes (cada tanto ofrece sus títulos en pdf gratis), no pretende imitar a editoriales consagradas, sino todo lo contrario: viene a discutirlas.
—¿Por qué elegiste Cordero editor para publicar tu primera novela?
—Elegí Cordero porque es uno de los primos narrativos e intelectuales de Lobo Suelto, y Lobo Suelto hace rato que me parece que es, sin dudas, el lugar que piensa lo que hay que pensar: cómo hacer para generar sentidos que tomen potencia de la desesperanza y que a la vez se presenten emancipadores. Hoy, me parece, la cosa es esa: es el atolladero de la salud mental, es la resignificación de los vínculos políticos, es la relectura de una filosofía que potencie la existencia. Me crucé con una novela de Pedro Yagüe, ahora amigo, y a partir de ahí leí los otros textos de la editorial. A Pedro lo leí y después lo entrevisté a través de Encuentro Itinerante, espacio de otro amigo, Tomás Trappé, un tipo que está articulando el campo cultural nacional de una manera formidable. Son dos grandes pibes, y muy lúcidos. A partir de toda esa bola, terminamos cruzando textos con Pedro y, bueno, les gustó la novela y salió.
Esta es una novela con una escritura inteligente, pensada, madura. Una buena puerta de entrada al autor (habrá más, eso es seguro), también a un catálogo. Quizás ideal para esas personas que miran mucho a sus animales o para los que intentan hablar con ellos, incluso también para sus acérrimos defensores: “Ellos [los monos] entendían de qué se trataba, entendían y lo respetaban, porque una de las tantas cosas de las que se pueden jactar, y por la que se ganan el cielo que se ganan, es que no son hipócritas”.
Cuestionario del Ocio x Branco Troiano
Un consumo “vergonzoso”: una serie, una película, un libro y/o un disco:
Como hace rato me río mucho de mis limitaciones me cuesta pensar algo que me avergüence, pero lo primero que se me ocurre es la saga de Tonto y Re Tonto. La pondría en loop en el living de mi casa.
¿Con qué te permitís procrastinar y con qué odiás que te pase?
Me lo permito con el cuidado alimentario y odio que me pase con la escritura.
“Escribe borrachx, edita sobrix”; ¿estás de acuerdo? Justificar.
No sé si borracho, pero con dos o tres vasos encima, sí, totalmente de acuerdo.
¿Le dedicás tiempo al juego? ¿A qué jugás?
Sí, mucho. Al fútbol y al básquet.
¿Te sirven las consignas literarias para escribir?
Antes sí. Ahora, hace años que no.
¿Escribir es más un trabajo, una necesidad, un goce…?
Una necesidad y después un trabajo. Rara vez un goce.
¿Al lado de qué otros libros ubicarías el tuyo en una librería
Al lado de alguno de Mirtha Legrand.
¿Qué libro dirías que es un libro ocioso?
Trazar un lazo entre ocio y lectura en mi vida es imposible. Con la lectura entro en un terreno de fricciones. Pero por alguna razón se me viene 2666, de Bolaño, a la cabeza. Ese libro, sí, quizá, lo leí de manera ociosa. Fue en el momento más crudo de la pandemia y el encierro. Extraño, no sé.
¿Cuál es tu ceremonia del ocio preferida?
Pescar.
En este link se consigue la novela y todo el catálogo de Cordero editor.