Hace unos días recibimos Las Olvidadas, de Cristina Mucci, sobre Silvina Bullrich, Beatriz Guido y Marta Lynch. Se trata de las tres biografías que publicó hace veinte años y que ahora reunió en un mismo tomo para volver a recordarlas. En el prólogo, la autora destaca la fama “comparable a la que hoy tienen algunos deportistas y personajes mediáticos”, que “se las ingeniaron para crear una línea que les dio sus mejores éxitos: trascender el ámbito de lo intimista para convertirse en críticas de la realidad” y que “fueron denostadas en vida e injustamente ignoradas después de sus muertes”. Las tres publicaban mucho y vendían miles y miles de ejemplares; muy pocos títulos fueron rescatados, como se dice, en los últimos años. “Sé que no quedaré en la historia”, dijo Silvina Bullrich hablando de que sus libros estaban mal escritos. “Sé que no voy a perdurar en la literatura, mi éxito es un éxito del presente”, agregó. Y también: “Dicen que hay escritores para una elite, otros para escritores, y otros para la posteridad. Yo he sido una escritora para mis lectores contemporáneos”. Es cierto que la autocrítica puede estar teñida de falsa modestia y tampoco importa lo que haya dicho alguien sobre su propia obra si la obra es buena, pero tal vez la reedición no sea siempre necesaria. Tal vez hubo y hay obras solo para contemporáneos. Tal vez no todo tenga que ser rescatado, o con lo que ya se hizo alcanza.
La idea del rescate nos atrae: la primera Ceremonia fue sobre Sara Gallardo. La mujer de humo, la biografía que escribió Josefina Fonseca. Todavía se la promociona como “autora olvidada” o se presenta alguna reedición como un rescate, como si saliera de la profundidad de la literatura argentina. Ahí, en esa Ceremonia, hablábamos de Leopoldo Brizuela que negaba que SG fuera una autora olvidada en parte porque ella había decidido irse, en parte porque su obra nunca dejó de circular por completo y en parte porque desde que Piglia editó Eisejuaz a fines de los 90, la obra de SG poco a poco, con los vaivenes propios del mercado, se editó completa. No sabemos si Brizuela llegó a ver que hasta sus crónicas de viaje se reeditaron.
Suponemos (en realidad, estamos casi seguros) que cada autor o autora, o en particular cada título, requiere de un modo (un contexto, un complemento, también una suerte) particular de volver a ponerse en circulación. Hay editores que pueden dar cátedra de estas cosas y ustedes saben quiénes son, dónde buscarlos y encontrarlos, así que no abundaremos.
O sí, pero de otro modo: con “un gesto a favor del archivo como medio para contrarrestrar el fetichismo por la novedad”. Así se define la tarea que sostiene desde su blog y fanzine Golosina Caníbal, “consagrado a la exhumación de rarezas y joyas soslayadas de la literatura argentina”, Matías Raia que, junto con Agustín Conde De Boeck, otro lector y crítico, destacado en “sus investigaciones sobre el malditismo en la literatura argentina, su reconstrucción cuidadosa del gótico literario y de la psicogeografía nacionales”, publicaron Vida, obra y milagros de Marcelo Fox. Lo editó la cordobesa Borde perdido en 2021 y fue lectura de nuestras vacaciones.
Entre el archivo y el malditismo, entre las rarezas y lo gótico, como si fuesen la pata cultural del EAAF van más allá de la idea del rescate literario para hacer una exhumación. Fox no es una olvidada que en algún momento vendió miles y miles de ejemplares, tampoco dejó una obra gigante que pueda ser reeditada. Para Alberto Laiseca, a quien le dedican esta biografía, fue un genio. Para otros, un loco o un nazi. Fue un personaje en vida y también en obras ajenas como Vivir afuera, de Fogwill, o El jardín de las máquinas parlantes, del propio Laiseca. Con dos libros publicados se convirtió en “la piedra en el zapato de la literatura argentina” o, como dice Rafael Cippolini en la contratapa, “el prototipo más incómodo y fascinante de la contracultura porteña de los 60”.
Vida, obra y milagros… empieza con una pregunta: “¿Cómo se narra una vida perdida entre los pliegues del pasado?”. La respuesta son unas doscientas páginas que reúnen y ordenan la información conseguida por el boca a boca, por algún comentario virtual, varias entrevistas, un rastreo de hemerotecas, algunas conjeturas: la de Fox no es una vida googleable. No hay subtítulos, no hay una narración que vaya tejiendo un testimonio con alguna revista, una foto con los paratextos de sus libros, sino que cada página parece haber sido escrita por separado, cada foto, cada escaneo de revista, cada reseña o texto ajeno que incorporan, se van sucediendo una a otra dejando entre sí blancos, vacíos, silencios que también conforman la vida de Fox. Lo definen, a este libro, como un “archivo abierto”.
¿Quién fue Marcelo Fox? Dicen que un hombre altísimo y gordo (“como un Buda indiferente”), de rostro aniñado. Un manijeado que merodeó, como un parásito ocioso, por el dédalo de Buenos Aires. Un supersticioso que, bajo los efectos del opio, se deleitó en sueños lúcidos de hecatombes finales, vampiros exquisitos y torturadores metafísicos. Hijo de una familia de guita, lector incansable, caminante de los bares y la bohemia y las vanguardias artísticas de esos años en la opulenta Buenos Aires (entre el bar Moderno, casi una unidad básica de las “chifladuras dispersas de la ciudad”, y el Instituto Di Tella, entre Alberto Greco y Renée Cuellar), siempre con una libretita encima donde escribía frenéticamente y dibujaba esvásticas.
En 1960, empezó a estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y ahí mostró un primer gesto de empujar hacia el borde de lo absurdo: formó una agrupación llamada Movimiento Contra los Otros (MOCO) que sostenía consignas como “No sonarás tu nariz en vano”. En 1961 publicó su primer texto en el número 1 de la revista Eco Contemporáneo: un poema titulado Ciudad. En el número 2, reseñó y celebró Sobre héroes y tumbas, de Sábato. Un poco después publicaría una reseña sobre Cortázar en la revista Entrega. Después habrá poemas en la revista Opium, donde el apocalipsis que sueña empieza a tomar forma.
En 1965 edita su primer libro, Invitación a la masacre, por la editorial Falbo librero editor, un proyecto que también Raia y Conde De Boeck intentan recuperar en la cartografía de la época en la que Jorge Álvarez se llevaba las luces. Este libro de Fox tiene 13 relatos en primera persona en la que “se ha iniciado, de una manera u otra, el fin de la humanidad”. Uno dirá que “ahí estaba toda la mierda que después ocurrió en el Proceso”: dictadores, traidores, locos, perversos, a cargo de las mayores crueldades en pos de terminar con todo, de sacrificarlo. Para Fox, entonces un pibe de 23 años, la lucha por un mundo mejor ya está perdida y todo en plena Guerra Fría, con el Che Guevara todavía vivo y la Revolución Cubana siendo un faro para la juventud de todo el continente. Durante años, todavía hoy, este libro circuló como fotocopias. Dicen que Laiseca y Fogwill se encargaron de eso.
Con Laiseca se conocieron en 1966, en el bar Moderno. Esa amistad sumaría luego a Ithacar Jalí, el maestro, el Sol Final. Una mezcla de magia, esoterismo y vanguardia artística. Una comunidad que caminaría por el borde de la contracultura. Fox, de todos modos, iría un poco más allá, como si quisiera ser la contracultura de la contracultura.
Después de publicar textos en la revista La hipotenusa (por ejemplo uno titulado Cómo llegar a inmortales, donde un maestro aconseja a su alumno “Hazte póstumo”), en paralelo al estallido juvenil del Mayo Francés de 1968, publica Señal de fuego, que en la página 5 te da la bienvenida con una esvástica. ¿Quién pudo haber publicado un libro con señas nazis? Acá Raia y Conde De Boeck también reconstruyen lo que fue el proyecto editor a cargo: se trata de Yelpo editor, de un personaje oscuro como José Antonio Yelpo. Acorde con una época cargada de violencia, en un país con proscripciones y una dictadura (¡eso también eran los sesenta!), Yelpo era un nacionalista de derecha y antisemita, también fue ladrón de bancos y luego quiso tener su paso por la edición.
¿Fox también era nazi? ¿Por qué ese coqueteo con esvásticas, por qué pasear con una capa de la Gestapo por la ciudad o hacer el saludo nazi en lugares? Los autores esbozan hipótesis: un poco la intención de ser incorrecto con la burguesía, de molestar a sus pares; otro poco por el significado esotérico que tienen esos símbolos. Ser incómodo para los demás, traficar un sentido propio en su mensaje de destrucción para purificar.
Señal de fuego es un libro raro. No solo por las esvásticas, sino por el tono, más profético, más sintético, más esotérico que sus textos anteriores. Escrito en aforismos, con resonancias de Blake y Porchia, Pizarnik y Lovecraft. “Fox, portavoz de la destrucción y deseoso de descender a los subsuelos de la traición, se construye a partir de Señal de fuego como brujo y profeta”, escriben los autores. Es un libro de verdades reveladas, en el que pretende la renovación plena a partir de la destrucción: “Mirar al sol de frente, hasta apagarlo”.
Lo último que se conoce de Fox aparece en la revista de poesía y esoterismo Mastrana 7000, donde escribieron otros tantos como Marosa di Giorgio, la propia Pizarnik, Fernando Noy, Silvina Ocampo o Luisa Valenzuela. Fueron dos textos aparentemente escritos en 1970, uno publicado ese año y el otro postumamente en 1976, con una mezcla de ciencia ficción, metafísica y destrucción.
Aunque queda todavía una misión abierta por una obra de teatro sobre monjas sangrientas perdida en el tiempo, no hubo más ni menos que eso de Fox en ninguna revista, en ninguna editorial. A los sesenta siempre se vuelve, pero no siempre se vuelve así, tras el rastro de un personaje guardado en vagos recuerdos, rastreando huellas en una ciudad que se va tapando a sí misma. El pasado 11 de diciembre, entre la tensión mundialista con Holanda y Croacia, se cumplieron 50 años de su muerte confusa cuando fue atropellado y decapitado por el tren Mitre en la estación Belgrano R en 1972. Tenía treinta años. Algunos hablan de suicidio, otros del resultado de su “propia ruletita rusa” que era cruzar sin mirar. Su padre, en medio del aquelarre que fue el velorio, gritaba que se murió por pelotudo. Fox, en su último libro, tal vez imposible de reeditar, de rescatar, dejó escrito que “el mundo es una máquina de olvido”. Este libro viene a decir lo contrario: “En la Gran Llanura de los Chistes, aún resuenan las carcajadas de Marcelo Fox”. El olvido, vale recordar, nunca es total.
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Este texto fue parte de La Ceremonia del Ocio, el newsletter que hacemos para hablar de libros por otros medios y al que pueden suscribirse acá.