Esto que contaré ahora no lo conté nunca. Desde los 13 o 14 años, casi siempre soy el que prepara y ceba mate en lugares: es una de mis pocas virtudes. Por eso no fue raro que una tarde por aquellos años, con amigos en la casa de uno de ellos, me mandara del patio a la cocina para calentar agua. Estaba solo, esperando que el fuego haga su parte, y en el living estaba la madre de la casa con otra mujer. No me veían, yo escuchaba. Las dos hablaban de la madre de uno de los que estaba en el patio: decían, palabras más, palabras menos, que era una puta de clase. Y más: que los padres de tal se habían separado por su culpa, que se sabía que se veía con tal y tal, que esto y aquello. Sin querer hice un ruido con la pava y empezaron a susurrar, así que dejé de escuchar.
Al tiempo, atribulado por lo que había escuchado, con un poco de drama, se lo conté a otra madre de una amiga con la que tenía confianza. En los pueblos, las cosas se saben. Pero ella me dijo:
—Mirá, no creo que nada de eso sea cierto y si lo es, al menos puede decir que trabaja, no como esas dos que no trabajaron nunca en su vida, son unas mantenidas que ni siquiera deben coger.
Desde entonces entendí que lo que estaba mal en el debate de la prostitución era la hipocresía. Las llamadas “zonas rojas” en todas las ciudades siempre ponen sobre la mesa ese contraste: porqué los vecinos tienen que convivir con una práctica ilegal, cómo o dónde se garantiza que puedan trabajar sin joder a los demás. En todas las ciudades se debate el lugar de las putas. En toda sociedad la moral se resiente ante las putas. En las vertientes feministas está el abolicionismo y la prostitución como trabajo sexual. “Mi cuerpo, mi decisión” es una bandera que hace ruido entre subrogar o coger. ¿Nadie nace para puta? ¿Hay elección, hay libertad? ¿cómo “el oficio más viejo del mundo” se adecuó a OnlyFans? ¿existe la puta neoliberal? ¿por qué no hay síntesis entre los feminismos, incluso entre las mismas putas o “mujeres en situación de prostitución”?
Esas son algunas de las preguntas que “Putas. Erotismo y mercado”, de Águeda Pereyra (Síncopa, 2022), plantea, rodea, matiza, responde o contradice.
El año pasado, cuando se editó Todo Diego es político, hablamos con la responsable en la compilación y a su vez editora de Síncopa, Bárbara Pistoia (recomendamos todas sus respuestas: “La lectura tiene que desordenarnos”) y le preguntamos por el próximo libro.
Esto nos dijo:
“Se viene un libro que deseaba leer y no encontraba, así que tuve que salir a buscarlo. Si se puede llamar búsqueda a ir directamente hacia Águeda Pereyra, la autora, a quien deseaba editar porque su posicionamiento frente al tema que toca fue revelador para mí hace varios años atrás. Agradecí mucho en su momento haberlo encontrado y agradezco ahora, más allá del amor que le tengo a ella, la admiración y el respeto, que haya tomado el desafío. El libro se va a llamar «Putas: erotismo y mercado». Estamos en el principio del fin de la etapa de edición, disfrutando mucho el proceso. Porque en el fondo, aunque no muy al fondo, la editorial es una excusa hermosa para juntarnos a pensar con otros, enérgica y acaloradamente, mientras fortalecemos vínculos, posicionamientos y nos dejamos arrasar por una experiencia que busca más un cuerpo a cuerpo que el falso confort del acuerdo conversatorio”.
Ese “cuerpo a cuerpo” es la virtud transversal en el libro, del título al colofón. Desde el arte en los epígrafes a cada capítulo hasta la capacidad de no terminar por acomodarse a ninguna respuesta porque surge una nueva pregunta: las tensiones se explicitan para historizar, presentar e interrogar “los discursos que se despliegan en torno a esta relación tan compleja entre el cuerpo sexuado y reproductor de la mujer y el mercado en su forma más descarnadamente expansiva”.
Citemos al azar.
Dice: “El sexo comienza a monetizarse a partir de la invasión española debido a la violencia y la miseria que se extendieron como herramientas de dominación”.
Dice: “Ubicar que hay sujetos vulnerados no debe ser lo mismo que victimizarlos”.
Dice: “El destino de la prostituta no era necesariamente peor que el de la esposa”.
Dice: “siempre ubicaron la causa en cuestiones individuales —de la patologización a la criminalización—, y no como un problema estructural, atravesado por las problemáticas de clase, raza y género”.
Dice: “La imposibilidad de leer la dominación más allá de la diferencia sexual, obstaculiza la posibilidad de tener alianzas entre sectores oprimidos”.
Dice: “la obsesión por el consentimiento y por las reglas sexuales expresa una fe utópica en la posibilidad de crear un mundo sexualmente seguro, sin comprender que la sexualidad es todo menos segura”.
Del rol de la mujer en la comunidad al trabajo, del poder sobre el propio cuerpo a la capacidad de organización, de la ficción a los testimonios, del capitalismo neoliberal a la democracia conseguida. Dice: “Puta, pero no tuya”. Y así empieza.
Con una mirada desde el psicoanálisis, la autora hace un planteo ordenado de esta zona de conflicto a la que casi 40 años de democracia sostenida no le han encontrado la vuelta. Reconoce la discusión sin binarismos (abolicionismo o trabajo, por caso), no tiene el afán de mirar “los dos lados de la moneda”, sino que tensiona en pos de buscar siempre un lado más, un ángulo poco abordado, con profundidad histórica, teórica, material.
Como punto cero, dice: “abstraerla [a la prostitución] de las condiciones específicas que asume el capitalismo actual puede llevarnos a repetir ese lugar común que, en su pretensión por naturalizar la práctica, reza que se trata de ‘la profesión más vieja del mundo’ —o su variante victimizante que afirma que asistimos a la forma de esclavitud más antigua del mundo— sin poder situar el modo en la que la prostitución mutó, se reforzó y creció exponencialmente al punto de requerir del tráfico de mujeres para saciar la enorme demanda”. Hay trabajo, profesión, oficio. Hay mercado, negocio, poder. Hay pobreza, clases sociales, racismo. Hay una complejidad mayor a una consigna de afiche.
El cuerpo, en el libro, es central. Hay quienes para defender la prostitución, dicen que no hay diferencias entre un obrero metalúrgico, un repartidor de PedidosYa o una puta: el cuerpo siempre está implicado. Una cosa es el cuerpo laboral y otra cosa el deseo. “La reivindicación por operar una escisión perfecto entre cuerpo y mente (…) para justificar la mercantilización del cuerpo: he aquí el nudo de la cuestión”. Y sigue: “Quizás, entrenándonos con esos imperativos, logremos que nuestro cuerpo sea una propiedad. No obstante, no podemos dejar de subrayar que esta utopía se acomoda asombrosamente bien a los dispositivos de control que operan sobre las mujeres y las disidencias, y asimismo moldean los estereotipos de masculinidad y feminidad”. Después de eso, avanza con la subrogación de vientre, con las “obreras de la reproducción”. ¿Acaso no hay también cuerpo ahí? ¿quiénes son esas mujeres que ponen sus cuerpos para darle un bebé a terceros? Otra vez la desigualdad, la pobreza, la contextualización. Otra vez el mercado ordenando las posibilidades de unas y de otras.
Es un ensayo generoso también en la bibliografía en la que se sostiene. Un corpus compartido página a página, capítulo a capítulo. No sólo en el arte de los epígrafes a cada uno, como fue dicho, sino también en el hilado de las ideas con bell hooks y “La potencia feminista” de Verónica Gago, con Perlongher y “La prostitución masculina” o Miriam Lewin y Olga Wornat con “Putas y guerrilleras”, con María Moreno, Florencia Angilleta o Mark Fischer, entre tantos otros que trabajan el tema directa y explícitamente, o lo atraviesan desde algunas de las nociones que conforman el prisma con el que Águeda Pereyra desarrolla su mirada.
De todos esos, agarraremos dos, no al azar: una ficción y una no ficción.
La ficción es “Una vida en presente”, de Paula Puebla, una novela editada por 17 grises. Águeda Pereyra, que al pasar dice “potente novela”, la ubica para contrastar la idea de que la prostitución es prácticamente un sinónimo de violencia de género. Dice que la protagonista y narradora de la historia, “pinta otro panorama”. Porque María Guevara ya en la primera página se presenta escindida entre cuerpo y mente: está pensando en la calidad del durlock de ese departamento horrible mientras espera que uno de sus clientes acabe. Si bien entra en la prostitución casi por casualidad, es una mujer que tomó la decisión de vivir poniéndole precio al sexo. Sus clientes, claro, son políticos, empresarios, poderosos: la decisión que tomó no tiene que ver con el sexo, sino con el dinero. “C’est tout une question d’argent”, comparte. Uno le compró un departamento, otros le transfieren plata por mes, con alguno hace negocios extras. María Guevara sabe vestirse, sabe comer, sabe decorar. Observa, percibe, siente cada uno de esos detalles: la tela de una blusa sobre sus pechos o el estampado búlgaro de un vecino gitano, la calidad de una pieza de sushi o la crema de placenta de ballena, el cenicero griego o la computadora ensamblada en Asia. Es tía de mellizas que la aman con devoción: con ella tienen una libertad que con su madre no. Su hermana es la antítesis: vive la vida de la otra institución, la del matrimonio. María Guevara es una de esas mujeres fatales, sabe lo que quiere y va en busca de ello, mientras que en su fuero íntimo esconde sus puntos débiles: sus secretos, la soledad, la angustia, las preguntas que como mujer de treinta y pico de años comienza a hacerse sobre la maternidad, sobre la vejez. El final nos gustó tanto que dan ganas de spoilearlo: sólo diremos que María Guevara nos deja de contar cuando sale de la historia por una puerta inesperada.
La no ficción es “Memorial de los infiernos. Ruth Mary: prostituta”, de Julio Ardiles Gray, publicada originalmente en 1972, y que La Flor Azul reeditó en 2020. Águeda Pereyra la cita en varios momentos de su libro, para apuntar distintos argumentos. El central es la decisión de ejercer la prostitución: sí, hay violencias; sí, no es todo color de rosas; pero también sí, es una práctica que debe tener coberturas, sí, hay que exigir derechos para que sea ejercida como un trabajo. Ruth Mary leyó la reseña de “Historia de una prostituta” que había escrito Gray en La Opinión, en la que señalaba “la superficialidad de ciertos temas que dejaban en el aire ciertos interrogantes”, y fue a verlo al diario para decirle que estaba en contra de muchas de las cosas que había dicho porque ella era prostituta y tenía mucho para decirle. La primera idea de Gray fue hacer con ella una edición de la sección Historias de vida que dirigía en el diario, pero cuando empezaron a hablar se dio cuenta de que la historia valía más que un par de páginas y así llegaron al libro basado en más de 16 horas de grabación: de la relación con el padre al trabajo en el puerto, de las internaciones al propio cuerpo. La historia de Ruth Mary es cruda, dura y violenta por momentos; tierna y deseante, por otros. Profundamente política, todo el tiempo. Es una voz que medio siglo después sigue diciendo cosas, sigue discutiendo con este presente, con esta historia, con este costado social muchas veces, todavía, abordado con hipocresía.
A los tres libros, los consiguen acá, acá y acá.
Las fotos urbanas que acompañan este newsletter son del ocioso Leonel Arance. Síganlo, no los va a defraudar. De verdad.
***
Esta nota salió en La Ceremonia del Ocio, el newsletter que cada sábado llega a las bandejas de entradas de todas las personas que se suscribieron acá.